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És… o no

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Hace años era habitual observar en los créditos de una película la frase “cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia”, que nos prevenía que en el cine todo es ficción, y así, alejarse de posibles pleitos por actuar de espejo sobre las personas, y sobre sus actos. Como sucedía en Ciudadano Kane, producida, escrita, dirigida y protagonizada por Orson Welles en 1941, donde la figura del magnate de la prensa americana William Randolph Hearts planeaba a lo largo de todo el film, por lo que este prohibió toda mención a la película en sus periódicos, e iniciando así la cacería de todas las copias posibles. Hearts, enfermo de poder, temía más a la verdad que a la mentira. De por sí, suya fue la frase “yo pondré la guerra”, aprovechando la tensión entre España y Estados Unidos en Cuba a causa del hundimiento del Maine, y empujando al presidente William McKinley a través de una intensa campaña periodística a declarar la guerra, y lograr de este modo un mayor tiraje de sus diarios Examiner y Morning Journal. Welles puso a Hearts en el ojo del huracán, como hizo tres años antes aterrando a la población con la emisión radiofónica de La guerra de los mundos, narrando una invasión alienígena que provocó el pánico general, activando todas las alarmas en Nueva York por el ficticio ataque marciano con gases, colapsando aquella ciudad y a sus atemorizados habitantes. Aquella fue una ingeniosa y gran mentira que marcó un referente sobre poder de los medios de comunicación.

Tiempo después, cargado de desengaño, de como decía él mismo llevar treinta años en la profesión, cuatro rodando películas y el resto pidiendo dinero para poder hacerlas, no lograron desactivar el talento de un hombre lúcido, con mirada crítica, reflexiva, irónica, y muy capaz de moldear una historia verdadera en algo muy parecido a una gran mentira y viceversa. De ahí nace el documental Fraude, F. for Fake (Vérités et mesonges) de 1973, centrándose en la figura del mayor falsificador de arte, Elmyr de Hory, y poniendo de manifiesto a base de moldear la historia y distorsionándola, que el cine es un espejismo, que lo que parece verdadero no lo es, como los cuadros de Modigliani que pintaba De Hory en tiempo récord para ir viviendo de su indudable maestría y camaleónica capacidad artística. Y en una vuelta de tuerca, Welles también se centra en Clifford Irving, escritor empeñado en desenmascarar hombres como el enigmático Elmyr de Hory, un Clifford Irving, curiosamente autor de una biografía falsa sobre el millonario Howard Hughes publicada en 1972, hecho que propició la película La gran estafa (The Hoax) dirigida en el 2006 por Lasse Hallström con Richard Gere en el papel protagónico.

Y es que desde aquellos noticieros nazis que aseguraban a la nación germana que el Reich duraría mil años, mientras los rusos estaban a pocos kilómetros de Berlín, todo es posible.

Existe un periodismo honesto y veraz, como muestra el libro Cómo vive la otra mitad de Jacob A. Riis, uno de los grandes pioneros del reportaje gráfico, que a modo de denuncia mostró los barrios marginales del Nueva York de 1890, sus oscuros callejones, la insalubridad, los sótanos abigarrados de emigrantes, cerrados a los ojos de según palabras del propio Riis, de esta rica ciudad cristiana. Este trabajo realista y directo marcó un hito en la historia del periodismo.

Pero existe otro tipo de periodista sensacionalista, falaz, manipulador, como el que expuso Billy Wilder en la película El gran carnaval (1951), en la que Kirk Douglas encarna al ambicioso y poco escrupuloso periodista Charles Tatum, que por cosas del destino se topa con un suceso, el de un hombre atrapado en una mina, fuente de inspiración para una gran historia de interés humano. Tatum logra hablar con él, sacar fotografías y, de paso, ralentizar su rescate para lograr convertir esa trágica historia, en un lugar donde turistas y curiosos lo convertirán en una especie de parque de atracciones, a causa de la codicia de un personaje que hacía válida aquella frase que se le atribuye a un jefe de redacción del New York Times: “No dejes que la verdad te estropee una buena noticia”.

Ahora son tiempos de la posverdad, de esa necesidad de creernos lo que son promesas electorales imposibles, insultantes programas de telerealidad, el populismo de muchos tertulianos, de esas terribles mentiras piadosas, o de planes para desviar la atención ciudadana como en La cortina de humo de Barry Levinson (1997), donde el presidente de Estados Unidos, tras haber sido cazado en una situación comprometida, junto a asesores, se inventa una guerra televisada contra Albania, para crear esa cortina de humo que le permite desviar la atención y, así, poder ser reelegido.

Es como la historia, que dice siempre basarse en hechos reales, como aquella crónica que relata Arturo Pérez Reverte en La sombra del águila, sobre la campaña napoleónica en Rusia, donde un grupo de soldados españoles reclutados a la fuerza deciden pasarse a las filas del enemigo en pleno ataque y, ante su avance y supuesta valentía, les sigue el ejército francés entre el rugido de los cañones para acabar ganando la batalla, y de desertores pasar a ser héroes de guerra.

Un hecho que bien podría ser cierto, o no. Como aquella disquisición en que se pregunta ¿podríamos llamar mentiroso a alguien que cree firmemente lo que dice, aunque esté equivocado?

Todo es tan complejo como nosotros mismos.

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