Tor, la romería del fin del mundo
SEGRE cierra con esta cuarta entrega la serie de reportajes sobre la historia de la montaña de Tor, las distintas fórmulas con las que los vecinos han ido manteniendo la propiedad y, también, los crímenes, uno doble y otro por resolver, que han dado lugar a una leyenda cuya difusión mediática ha generado una peregrinación de curiosos.
En Tor no ocurre, básicamente, nada reseñable. Y esa calma, reforzada por la quietud del lugar, resulta ser, quizás, el principal prodigio con el que se topa la variopinta afluencia de intrépidos domingueros que la fama mediática ha encaminado hacia ese pueblo del Pirineo. Intrépidos, porque no deja de tener algo de osadía chuparse unos cientos de kilómetros que finalizan con doce de pista, mitad asfaltados y mitad de tierra, para subir a 1.650 metros de altitud y fotografiar con el móvil el pintoresco pueblo que irradia su atracción a través del plasma de la tele.
“No queremos saber nada de nada, ni de la tele, ni del periódico, ni de nada. Estamos hartos”, comenta, apresurada, Pili, la responsable de Casa Sisqueta, el restaurante que, como el bar de cualquier pueblo, opera como centro neurálgico del lugar.“Tenemos mucho trabajo”, zanja para seguir atendiéndolo al mismo tiempo que, con esa amabilidad tosca que suele generar estupor al urbanita y complicidad al rural, señala una de las mesas. “Se puede almorzar embutido o brasa, lo que prefiráis ¿y para beber?”, apremia.
Casa Sisqueta está concurrida. Cae calabobos y apetece más el calor del fuego que el frío de la calle. Media docena de andorranos comparte mesa con un vecino. “Somos andorranos, pero buenos. No somos contrabandistas. Te ponen la fama y ya ves. Lo mismo que pasa con el pueblo”, explica Mercè.
El local muestra una de las paradojas del pueblo: el hastío por las visitas convive con una actividad intensa, que esa mañana supone servir medio centenar de almuerzos y uno entero de comidas, algunas reservadas un mes antes. También hay paradoja en la propia experiencia del dominguero, quien, atraído por una leyenda tan oscura como agrietada (¿quién y por qué mató a Sansa?), arriba a un lugar con paz; o donde, en cualquier caso, la tensión resulta imperceptible.
El local funciona desde hace décadas y la pista es un camino con trasiego desde hace doce siglos. “Viene mucha gente. De abajo y por arriba. Y muchos no paran”, anota Mercè cuando se dispone a iniciar el regreso. “Siempre hay gente de paso, y a veces cuesta comer”, añade David, de Sort.
Ese trasiego sigue dándose, ahora intensificado por la resonancia mediática de los libros y programas de Carles Porta, algo que ha llevado a los dueños a plantearse limitar el acceso.
En apenas veinte metros cuadrados coinciden los andorranos que no contrabandean y que son clientes habituales, un grupo de chicas que acaba de iniciar la despedida de soltera de una de ellas, varios periodistas y un campeón japonés de ciclismo (Tomoya Koyama, que prepara en Andorra la Vuelta a Portugal) que en menos de una hora descubre la fuerza que exigen las rampas del Port de Cabús y la maña que requiere el manejo de un porrón.
Fuera, en la calle pululan más ciclistas, más viajeros y más moteros, familias que pasean con carritos de niños, caminantes en chanclas y, también, los ocupantes de un coche que no iba a Tor pero que tuvieron que parar porque se les pinchó una rueda y sabían que en el espacio de la de recambio no había lo que tenía que haber, que sería esa rueda de repuesto.
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“Tendrían que aflojar. Se trata de que respeten el pueblo y nos dejen vivir”, explica uno de los empleados del restaurante mientras recoge leña para subirla. “Si queréis una cerveza os invito, pero no vamos a hablar nada de todo esto”, anota un vecino, dueño de una de las ocho casas, trece o 39, según qué referencia se tome, que continúan abiertas en Tor.
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