ENTREVISTA
Ferran Sáez, filósofo i escritor: «Las grandes utopías acaban en horribles pesadillas»
El filósofo y escritor leridano Ferran Sáez, profesor de la Universitat Ramon Llull, revela en su nuevo ensayo cómo el mito del ‘buen salvaje’ condiciona el pensamiento actual

«Las grandes utopías acaban en horribles pesadillas» - AMADO FORROLLA
Apenas unas semanas después de publicar Presència d’una absència (Publicacions de l’Abadia de Montserrat), el filósofo y escritor leridano Ferran Sáez (La Granja d’Escarp, 1964), profesor de la Universitat Ramon Llull, se mantiene en la actualidad literaria con un nuevo ensayo, El imprudente feliz (Rosamerón), sobre la influencia actual del mito del ‘buen salvaje’.
¿A qué se refiere cuando habla del ‘buen salvaje’?
A una idealización de la naturaleza humana que nació como una sátira política pero que, en el siglo XVIII, fue leída como una descripción etnológica real. La utopía de Thomas More, por ejemplo, era un magnífico escarnio en forma de espejo literario en el que se reflejaban las contradicciones sociales, políticas y culturales de aquella época convulsa. Era esto y solo esto: no había nadie en el siglo XVI que pensara que aquella isla fuera real. Su función estaba a medio camino entre la pura descripción sarcástica de la Inglaterra del 1515, una ambigua –muy ambigua– actitud política propositiva y una especie de panorámica de un mundo que parecía acelerarse peligrosamente. La eutopía que propugnaban otros autores en forma de crónicas supuestamente “realistas”, no literarias, era otra cosa. Rousseau las leyó al pie de la letra, sobre todo la de Francisco Coreal, a menudo sin tener en cuenta la verdadera intención política de aquel y otros relatos. Pero incluso cometió otro error aún más grave: descontextualizó a Montaigne, ignorando que todo aquello que decía sobre los buenos caníbales del otro lado del mundo era un mero recurso literario para denunciar la barbarie de las Guerras de Religión que él mismo había sufrido. Este es precisamente el origen del gran equívoco que, por medio de una larga y extraña cadena de confusiones, aún arrastramos a principios del siglo XXI.
En este libro explica que este concepto se ha acabado infiltrando en movimientos como los de los hackers, los okupas o incluso los ecologistas.
Nacido en el siglo XVI como un simple recurso literario de Montaigne, Rousseau reinventa en el siglo XVIII este concepto del buen salvaje y lo hace engañosamente real. Marx y Engels lo adoptan como modelo antropológico en el XIX. La ficción desembocará en el inquietante paraíso artificial del comunismo. Sin embargo, cansados de su futuro perfecto, los falsos buenos salvajes reingresarán a la realidad en 1989. Desde entonces, la izquierda occidental se dedica a defender a los okupas y los humedales.
En definitiva, asegura que se trata de un mito que jamás ha existido.
A lo largo del siglo XVII, los relatos de personajes como Du Périer, Gomberville, Bergeron..., constituyeron ya una especie de canon de los otros mundos posibles. No se trataba exactamente de utopías sino de verdaderas eutopías: de proyectos difusos, prepolíticos, equivocadamente literarios, de transformación social ficticia, que al cabo de un tiempo se acabaron convirtiendo en algo mucho más elaborado en las obras de Robert Owen, de Etienne Cabet, de Charles Fourier y de muchos otros autores. Es el modelo del socialismo utópico, y también del anarquismo de Bakunin.
¿Quién sería entonces este imprudente feliz del título del libro?
Aquel que persiste en este mito antropológico y propone políticas irrealizables. Pero descartando los buenos salvajes que protagonizaban las utopías no nos volcamos al conformismo y a la falta de horizontes. Lo que descartamos son las siniestras tentaciones totalitarias que estropearon el siglo XX y nos adentramos en el laberinto difícil y apasionante de la racionalidad política. Ahora ya sabemos que los grandes relatos sobre futuros perfectos no conducen a la emancipación de las personas sino a horribles pesadillas llenas de muerte, sufrimiento e indignidades. Hacerse o no eco de la amarga lección del siglo XX ya no es –ya no puede ser– una cuestión de matices históricos o filológicos, ni tampoco de frívolos esteticismos políticos, sino una severa disyuntiva que nos compromete moralmente.