LLEIDA
“Empapados y pasando mucho frío suplicábamos: ¡No queremos morir!”
Marcel, un juvenil del Lleida, llegó en patera para cumplir su sueño de ser futbolista
Marcel, una de las joyas de la cantera del Lleida, es de Burkina Faso y juega en el Juvenil A. Su historia es la de miles de migrantes, muchos de ellos menores de edad como él, que se juegan la vida literalmente desde las costas africanas para llegar a lo que consideran el paraíso europeo. Un viaje infernal, lleno de penalidades, para cumplir un sueño.
“Mi sueño es dedicarme profesionalmente al fútbol y poder vivir de este deporte”, dice Marcel, de 17 años, mientras se le iluminan los ojos mirando la sala de trofeos del Lleida. Sobrevivió al desierto, a la peligrosa frontera entre Mali y Argelia, a las mafias de los cayucos, a los abusos policiales, a dormir muchas noches al raso, al desafío de la ruta atlántica en una precaria barca sobreocupada y a la incertidumbre de no saber si vería salir el sol al día siguiente. “Desde pequeño quería ser futbolista profesional. Estaba entrenando yo solo en mi país porque mi sueño era prepararme para venir a España” remarca este joven que a los 15 años consideró que era el momento de dejar Uagadugú, la capital de Burkina Faso, un país del África Occidental sin salida al mar de algo más de 22 millones de habitantes y el decimoquinto con mayor índice de pobreza del mundo.
“Salimos del país en coche con un amigo y llegamos a Mali. Estuvimos un mes allí hasta que conseguimos dinero y nos pudo llevar un coche por el desierto. Caminamos por la noche, luego cogimos otro vehículo hasta llegar a la frontera con Argelia”, explica en un castellano muy básico, mientras le ayuda a expresarse Llorenç Bonet, adjunto a la dirección deportiva del Lleida. Dicha frontera es una de las zonas más peligrosas del mundo, donde no resulta difícil toparse con una patrulla del ejército maliense o con algún grupo armado de las milicias independentistas tuaregs Azawad con las que mantienen duros combates.
En Argelia, Marcel y su amigo se dedicaron a trabajar en la construcción y en tareas de limpieza hasta que reunieron el suficiente dinero para contratar un coche que compartían con casi una decena de personas más, pero al llegar cerca de un control policial se tuvieron que bajar del vehículo y regresar al desierto. “Volvimos a trabajar para intentarlo de nuevo. Esta vez pudimos escalar un muro y hubo gente que se fracturó la mano. Los gritos alertaron a la policía. Nos escondimos y, tras pasar la noche al aire libre, pudimos entrar en Marruecos hasta llegar a Casablanca”, relata. Habían transcurrido seis meses desde que salió de Burkina Faso.
En Casablanca estuvieron un mes durmiendo en la calle. “Trabajamos en una cafetería. Mi familia me buscaba porque nunca les dije que me iba. Es entonces cuando llamé a mis padres, que me dijeron ‘tienes que volver’, pero les expliqué que la ruta de vuelta es aún más peligrosa y podría morir. Mi madre se enfadó, pero me envió dinero”.
Tras dos meses en Casablanca pudieron reunir el dinero suficiente para ir a Tánger. Desde allí se divisa Tarifa o Barbate, en la costa gaditana, porque solo hay 32 km de distancia. “Es un sitio con árboles y las travesías se hacen de noche para despistar a la Policía cuando hace el cambio de guardia, pero la zodiac pinchó”. Los agentes les pillaron y les hicieron entregar los móviles. “Fue el día que pasé más miedo porque pensé que nos iban a matar”, admite. Les trasladaron a la ciudad de Agadir, más al sur, pero querían volver a intentarlo desde Tánger.
Estuvieron un mes en Agadir limpiando casas para ganar dinero y entonces les dijeron que podían intentar salir hacia Canarias más abajo, en El Aaiún. “Allí es donde salen más barcas, pero es donde está en peores condiciones el mar. Lo hablamos con mi amigo y llegamos a la conclusión de que no había otra manera después de tantos intentos fallidos”, explica Marcel. “Necesitábamos dinero, así que llamé a mi madre y ella se puso en contacto con una prima que vive en Francia. Necesitábamos 5.000 euros, de los que había que pagar mil a los policías marroquíes para que hicieran la vista gorda”.
Son cayucos con capacidad para unas 50 o 60 personas como mucho, pero iban cien. La embarcación estaba dañada, entraba agua y tuvieron que volver a intentarlo una semana después. “Íbamos unos encima de otros, con gente gritando porque le aplastaban la pierna, fue un auténtico caos”, relata. “La barca de mi amigo partió antes que la mía y poco después me enteré que todos se habían ahogado. Me puse a llorar y pensé que me podía haber pasado a mí. Me planteé no intentarlo más, pero la persona a la que contratamos las barcas me dijo: ‘Piensa en ti y no en lo que le ha pasado a tu amigo’. Llamé a mis padres y me animaron a intentarlo de nuevo”
Llegó el día de partir y todo se hace organizado conjuntamente con la policía marroquí. Los traficantes designan a un ‘capitán’ en cada barca para que lidere el grupo. “Suelen ser senegaleses o gambianos, con los que tienen más afinidad y ellos no pagan por la travesía. Al sonar un silbato tenemos que subir rápidamente a la embarcación. Si no subes rápido ellos te amenazan. Todo a la vista de los policías. Subieron primero las embarazadas y después los niños, uno de ellos tenía solo 2 años”.
El océano estaba embravecido y en alta mar el motor se averió. El capitán intentó arreglarlo, pero estuvieron dos días a la deriva. “Empezamos a achicar agua. Fue horrible. Todo el mundo llorando, las mujeres embarazadas vomitando. ¡No queremos morir! Suplicábamos. Estábamos empapados y hacía mucho frío”.
Fueron rescatados por Salvamento Marítimo, que les llevó hasta la isla de Tenerife. “Estuve seis meses en un centro de control de Covid. Logré escaparme y mi prima de Francia me pagó un billete de avión hasta Barcelona. De allí me trasladaron a un centro de menores (en la comarca de la Noguera) y de ahí llegué a Lleida. Me fui al campo del Bordeta y el presidente Bartolo Ayora consiguió que me hicieran la ficha. “Le estaré eternamente agradecido. Después jugué en el Atlètic Segre, volví al Bordeta y por el acuerdo que tiene con el Lleida estoy aquí y me siento muy feliz. El primer día que vi un partido en el Camp d’Esports dije yo quiero jugar aquí”, concluye emocionado. Llorenç Bonet interviene: “Es una historia que da para escribir un libro y para que no frivolicemos con los migrantes”.