Las cicatrices de Sarajevo
Hoy hace 25 años que estalló la guerra de Bosnia y Herzegovina el 6 de abril de 1992. Un conflicto armado internacional que duró tres años y ocho meses durante los cuales murieron 100.000 personas y hubo 1,8 millones de desplazados. Con el recuerdo en la piel de la Guerra Civil española y las imágenes de la Segunda Guerra Mundial en la retina, la sociedad catalana se volcó para ayudar a la población de la ex-Yugoslavia. Los ciudadanos reaccionaron de forma solidaria, no tanto las instituciones europeas. “Los políticos europeos miraron hacia otro lado. No nos lo podíamos creer, nos sentíamos europeos y pensábamos que nosotros no viviríamos una guerra, que no lo permitirían. ¿Cómo iban a tolerar una guerra a una hora de Roma en avión? Pero pasó, nos abandonaron”. Son palabras de Zeljko, que vino a estudiar a Lleida el año 1991 y a los 10 días de estar aquí estalló la guerra en Croacia.
ZELJKO. Zeljko hace 25 años, cuando llegó a Lleida y estalló la guerra en Croacia, su país de origen.
Veinticinco años después siente que tiene dos ciudades: "La que no me deja marcharme porque me ha atrapado y conquistado, donde tengoa mi mujer y mis hijos, Lleida; y la que tuve que abandonar pero a la que vuelvo a menudo, Osijek”. Él se salvó de combatir, aunque le fue de poco. Durante una visita a casa de sus padres, cuando la guerra se había desplazado a Bosnia, alguien lo denunció y lo requirieron para ir a combate. No se presentó y volvió a Catalunya. Es extraño de explicar pero allí yo me sentía forastero. Había un ambiente totalmente militar. La gente sabía qué tipo de bomba caía por su sonido. Las conversaciones iban alrededor de dónde había combatido uno y el otro y yo no pertenecía a todo aquello. Mis amigos íntimos no, pero mucha gente me discriminaba y me hacía sentir desertor, un croata de segunda por no ser combatiente. Incluso mis padres me pedían que me quedara y fuera a luchar”, explica Zeljko, que está convencido que “tanta muerte, no sirvió de nada”. Todavía peor, asegura que los croatas viven con el sentimiento de decepción y engaño ya que se dan cuenta de que lucharon y murieron por unos líderes políticos que se han lucrado de la guerra. “Los que utilizaban y utilizan el nacionalismo llevan a sus hijos a estudiar a Oxford y son corruptos. Mientras tanto, la guerra ha condenado a varias generaciones a emigrar de su país para progresar”, lamenta.
CEMENTERIOS. Un campo de fútbol convertido en cementerio en la ciudad de Mostar.
El caso de Zeljko es diferente al de los 2.500 refugiados que acogió España, la mayoría familias con niños pequeños acompañados de la madre y la abuela, mientras el padre hacía la guerra. En Lleida, Ramiro Muñoz y Pep Mòdol, que entonces era Diputado en el Congreso para el PSC, impulsaron la ONG Lleida Solidària que enviaba periódicamente ropa y comida a los campos de refugiados, entre ellos el de Katalonovo en Macedonia, donde era frecuente ver a los niños vestidos con chándales de las escuelas de Lleida y alrededores. La ONG actuaba en los Balcanes bajo el paraguas del Movimiento por la Paz, el Desarme y la Libertad. “Todas las instituciones se volcaron y gracias a la implicación directa de ayuntamientos y voluntarios pudimos traer a unos 400 niños de los campos de refugiados a veranear a las comarcas de Lleida durante dos años y hubo familias que pudieron salir de la guerra”, explica Pep Mòdol, que se implicó en el conflicto durante ocho años después de perder a un amigo en Dubrovnik, hasta donde viajó para ayudar a la familia a repatriar su cuerpo a Belgrado.
SEPARADOS. En Mostar, los barrios musulmanes y croatas quedaron rápidamente separados por el río Neretva cuando ambos bandos dinamitaron todos los puentes, incluido un puente otomano del siglo XVI. Los servir tuvieron que huir a las montañas.
Por su parte, Ramiro asegura desde Luxemburgo, donde vive ahora, que “aquella guerra me marcó mucho”. Tanto que durante 20 años, hasta hace poco, estuvo involucrado en proyectos de reconstrucción y desarrollo económico en Bosnia de la mano de Fundación Lleida Solidària, ONG del Colegio de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de Lleida y del cual fue el primer presidente Josep Maria Pujol. Así, este espíritu solidario leridano impregna una treintena de casas reconstruidas en Vogosca o un edificio de vivienda en Novi Grad, en Sarajevo, para citar dos de la decena de proyectos de la Fundación Lleida Solidària en los cuales participaban tanto el ayuntamiento como la diputación de Lleida.
Él es un buen ejemplo del fuerte vínculo emocional que se estableció entre la sociedad leridana y la tripartita de serbios, croatas y bosnios. No sólo siguió colaborando por la reconstrucción de los Balcanes sino que sigue manteniendo relación con algunas de las familias que vinieron refugiadas a las comarcas de Lleida. Es él quien nos presenta a Esad Jusufovic, que actualmente vive en Mollerussa y que fue una de las familias refugiadas en Bell-lloc bajo el mandato de Josep Maria Cau. El año 1992 llegaron a este pueblo del Pla d'Urgell, la mujer, la cuñada, la suegra y el hijo del Esad, que tenía, poco más de dos años cuando se establecieron en Bell-lloc con la ayuda de Lleida Solidaria. Mirzeta, la mujer, no sabía dónde estaba su marido, ni siquiera si vivía. Ramiro explica que “lo buscamos por todas partes hasta que descubrimos que había sido trasladado a Oslo en condición de soldado herido de guerra. Nos costó unos tres meses poder reunirlo con su familia”. Y eso pasó a un 31 de mayo de 1994 en el aeropuerto de Barcelona.
El diario SEGRE del día siguiente recoge una emotiva crónica del encuentro de Esad Jussufovic con su hijo, que a pesar de no saber que era su padre, no dudó en abrazarlo, como si su corazón lo reconociera. Aunque, como dice Pep Mòdol, “las familias venían con la firme voluntad de volver a su casa", pero la familia del Esad se ha acabado estableciendo aquí, en este caso en Mollerussa.
DESACTIVADORES. El brigada leridano Paco Gimena analizando un terreno buscando explosivos para evitar heridos civiles en Bòsnia.
De otros, sin embargo, sí que han hecho el camino de vuelta. Como Aljosa, un saxofonista croata que huyó de la ex-Yugoslavia con su novia serbia porque “allí empezaba a haber mucha tensión”, explica. A Aljosa le pasó como a Zeljko, la guerra estalló estando en Barcelona. Su familia vivía en Zagreb, una zona que no fue castigada por la guerra “aunque cuando hablaba con mis padres siempre explicaban historias próximas sin final feliz”, dice. Aljosa hace poco que ha vuelto a vivir en Croacia, en una casa de campo de la familia y lo ha hecho con su mujer leridana, Imma, y su hijo Biel. “Veinticinco años después veo que aquí no hay nada del que prometían para justificar que los hombres fueran a la guerra, hemos ido atrás.” Tanto las familias refugiadas que se han quedado, como las que han vuelto a su país de origen, así como los que estuvieron implicados al ofrecerles oportunidades coinciden en el regusto agridulce que tiene aquello que queda entre el agradecimiento y la rabia de comprobar, veinticinco años después, que los 100.000 muertos entre serbios, croatas y bosnios no sirvieron para que Europa se replanteara su sistema de asilo, ni para promover la cultura de paz.
NIÑOS A LA GUERRA. Un niño jugando a la guerra en un campo de refugiados en las afueras de Medjugorje.
“La guerra no es solución de nada”, dice Pep Mòdol, pero hoy día sigue existiendo. Sorprende, sin embargo, que así como la solidaridad del pueblo catalán y español fue suficiente para acoger refugiados de Bosnia, no se pueda hacer igualmente con los sirios, tal como promueve Casa Nostra, Casa Vostra con su campaña Queremos acoger. Qué hay de diferente? “Falta la parte institucional, que todo el mundo quiera ayudar. Lo que pasó con la guerra de los Balcanes es que uno se identificaba con aquella población. No queda bien, pero es así. El color de piel, de ojos, su economía próspera y la cultura y nivel de estudios facilitaba la empatía”. Lo dice Pep Mòdol, pero coincide con él el brigada Paco Gimena, un militar leridano especializado en desactivar explosivos que estuvo destinado en Bosnia y después en Afganistán. “Ibas a casa de la gente a retirar explosivos que no habían detonado, y veías que eran como tú”. Su función era retirar explosivos, y acompañar a superiores en negociaciones de guerra y acciones como el intercambio de muertos. “Se negociaban cosas como devolver los caídos en un territorio contrario para poder enterrarlos”, explica. Paco Gimena ha estado también en Afganistán, pero reconoce que la de Bosnia fue especialmente dura por la proximidad que sentía con la población que veía sufrir a diario. “Lo que es fuerte es que serbios, croatas y bosnios musulmanes convivían perfectamente hasta la guerra, fue después que se radicalizaron”, lamenta.
Como dice Zeljko “tanta muerte no sirvió de nada. La herencia de la guerra todavía perjudicará unas cuantas generaciones”.
"IMPACTOS DE UN CONFLICTO PARA NO OLVIDAR NUNCA MÁS" CARLES DÍAZ PERAL / Responsable de SEGRE.com Una llamada al mediodía nos abrió la puerta a marcharse. En 18 horas, la Magdalena Altisent con su cámara y yo mismo teníamos que estar embarcados en el avión Hércules del ejército rumbo a Split. El sueño que me había acompañado muchos años cuando leía las crónicas de guerra de Manu Leguineche en Nicaragua o el Líbano estaba cerca de ser una realidad. Todo improvisado, sin tiempo para pensar donde íbamos y, todo se tiene que llamar, con todas las facilidades del mundo del diario SEGRE para emprender esta aventura a pesar de no contar ni con seguros ni grandes capitales. Era la primera vez|golpe que dos personas del diario de Lérida trabajarían directamente en una zona en conflicto, en octubre de 1995, pocas semanas antes de los acuerdos de paz de Dayton, y toda consigna fue, aprendéis y volvéis. Llegamos a Split y, embarcados en un todoterreno de una ONG (MPDL) con dos chicas que conocimos en el mismo aeropuerto, entramos en pocas horas en Bosnia. “Si nos paran en un control y os preguntan nada, trabajad para nosotros”, nos dicen mientras conducen por carreteras agujereadas por obuses y minas, “pensáis que hay francotiradores que cobran un precio especial para|por cada periodista abatido...”. Llegamos a Mostar, ciudad donde hay desplegados los cascos azules del ejército español, muchos de ellos leridanos, y tenemos la suerte de conocer al teniente coronel Ramon Àlvarez, nacido en Juneda, que nos hace de anfitrión, guía y muchas veces asesora sobre el terreno. La Magda con su cámara siempre encima y el objetivo preparado y yo con mi libreta y las ganas de conocer y sobre todo entender, vivimos en una semana una experiencia que nos marcaría. Son miles de impactos los que tengo grabados|gravados a la memoria de aquellos días que nunca olvidaré. Como el caso del propietario de un bar, excampeón olímpico de tiro, que colgaba cada día un anuncio en la pared de un alquiler. En realidad informaba de la calle donde al día siguiente haría de francotirador para evitar que el ejército croatobosnio enrolara a su hijo. O del hombre que me mostró el fusil ametrallador que tenía escondido para vaciar su cargador sobre el antiguo vecino que dos años antes había violado y muerte su hija y su mujer. No importaba cuando|cuándo. O las familias que visitaban las tumbas improvisadas en todas las zonas verdes de la población, ya que el cementerio estaba minado y nadie podía salir sin correr el riesgo de ser abatido. O la imagen de los niños huérfanos abandonados y jugando a la guerra al lado de un edificio agujereado por miles de rasgos|tiros y con proyectiles de obús engastados|estampados y sin estallar|reventar. O el odio, el rencor y la desesperanza en la mirada de los centenares de refugiados que huían de la muerte. Y miles de impactos más. Y observad que no he hablado de buenos ni malos, porque vimos la miseria humana y sus víctimas por todas partes. Y todo, sin salir de Europa. Vida de refugiado. Muchas familias encontraron en vagones de tren el refugio necesario para empezar la vida
"BOSNIA, EN EL CORAZÓN DE LA HISTORIA DEL SIGLO XX" RAMON USALL / Doctor en Historia, profesor de enseñanza secundaria y antiguo cooperante en los Balcanes Los Balcanes son un territorio especialmente rico en historia. Encrucijada entre Oriente y Occidente, entre los imperios austro-húngaro y otomano, entre el cristianismo y el islam, la región balcánica ha sido escenario de conflictos permanentes a lo largo de la historia. Bosnia, en el corazón mismo de estos Balcanes convulsos, es, quizás, el ejemplo más elocuente de la conflictividad que ha marcado este territorio. Fue precisamente en Sarajevo, la capital bosnia, donde saltó la chispa que encendió el fuego de la Primera Guerra Mundial después de que Gavrilo Princip, un joven nacionalista serbio, asesinara al príncipe del Imperio Austro-Húngaro, que entonces dominaba Bosnia, para reclamar la anexión de este territorio a Serbia. También fue aquí donde la Segunda Guerra Mundial escribió cruentos episodios de odio interétnico después de que Bosnia fuera incorporada al estado independiente de Croacia, aliado de los nazis. Un periodo durante el cual las montañas bosnias vieron crecer el movimiento partisano que, liderado por Tito, acabaría triunfando para construir el sueño de una Yugoslavia unida en una política de “hermandad entre pueblos”. Esta convivencia, escenificada por el eslogan oficialista que afirmaba que el país tenía “seis repúblicas, cinco nacionalidades, cuatro idiomas, tres religiones, dos alfabetos, un ejército,” saltó por los aires después de la muerte del carismático Tito, el año 1980, e hizo realidad las palabras de Ernesto Guevara que añadía a la consigna iugoslavista un epílogo profético: “y cero posibilidades de sobrevivir”. Con la entrada de la década de los 90, fruto del proceso de descomposición de la Yugoslavia titista, Bosnia, independiente desde marzo de 1992, volvió a revivir viejos fantasmas y fue escenario de las peores matanzas ocurridas en Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. La vieja Sarajevo, que no hacía mucho que había acogido los Juegos Olímpicos de Invierno de 1984, se convirtió en una ciudad mártir, asediada durante todo el conflicto bélico por unas tropas serbias que no dudaban en castigar su población civil defendida, paradójicamente, por Jovan Divjak, un general serbio de la Armija bosnia, uno de los pocos que todavía creían en el futuro multiétnico del país. Los acuerdos de Dayton, firmados en 1995, pusieron fin a la guerra, que dejaba el triste balance de casi cien mil muertos, más de dos millones de refugiados y cerca de veinte-mil mujeres violetas en el conflicto más devastador que Europa había vivido en la segunda mitad del siglo XX. Los frágiles acuerdos de paz, sin embargo, a pesar de parar los cañones, no recosieron las heridas de un país con demasiada historia sobre sus hombros. Un territorio que, todavía hoy, veinticinco años después del estallido de su último conflicto bélico, continúa dividido en tres comunidades (la bosnia musulmana, la serbia y la croata) que se miran de reojo y con desconfianza cuando no se giran, directamente, la espalda.
Solidaridad. Pep Mòdol y Toni Cabero durante una visita en un campo de refugiados con la ONG Lleida Solidària
LOS REFUGIADOS SUFREN EL LUTO MIGRATORIO DURANTE AÑOS
Las personas que viven en un país extranjero experimentan lo que en psicología se denomina luto migratorio. Lo sienten tanto los jóvenes que se marchan voluntariamente como aquellos que huyen de un conflicto armado, aunque a los refugiados se les añade la guerra como factor estresante que agrava el proceso. La psicóloga de Cruz Roja de Lleida Annabel Siscart, que trabaja en el proyecto de acogida e integración de refugiados, explica que el migratorio es un luto múltiple porque “se despiden de la familia, de los amigos, de su lengua, de un status social, de la seguridad física y del grupo étnico”. Su experiencia le permite asegurar que “el arraigo en el nuevo país y la manera como se gestione depende de cada uno, pero la mayoría son muy resilentes. Una cuestión importante para poder progresar es aprender el idioma del país de acogida para aumentar la autoestima”. Algunos refugiados hablan del sentimiento de no pertenecer a ningún lugar. En su país de origen y en el de acogida los ven forasteros. Annabel señala que el luto migratorio es recurrente, ya que se tiene que afrontar cada vez que uno vuelve a su país, donde nada está como cuando él lo dejó.