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Mazay ante las ruinas del edificio donde vivía en Hostómel.

Mazay ante las ruinas del edificio donde vivía en Hostómel.G. SÁNCHEZ

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Irpin fue la fortaleza que impidió el avance de las fuerzas de ocupación rusas en Ucrania. Bucha se convirtió en un camposanto con centenares de ciudadanos enterrados en fosas comunes. El aeropuerto de Hostómel, una localidad intensamente destruida, fue un punto clave de la estrategia militar de los invasores.

Estas tres ciudades pagaron un precio muy alto tanto en vidas como en destrucción física, pero el heroísmo de sus defensores impidió la llegada de los rusos a Kyiv. Un año después, los daños de los combates encarnizados son visibles en los varios kilómetros que separan las tres localidades. El puente de Irpin, destruido por las fuerzas ucranianas para impedir el paso de los soldados rusos, se reconstruye lentamente.

Los controles militares provocan atascos kilométricos. Montañas de coches destruidos por los proyectiles son cubiertas lentamente por una capa de nieve. Edificios devastados siguen sin poder ser habitados y decenas de miles de personas viven alojados en casas de familiares o vecinos.

Tania Vozhdavenko, de 38 años, tiene dificultades para recordar aquellos días sin emocionarse. “Estaba trabajando como vigilante de seguridad en el supermercado Novus cuando vi a una columna de 30 carros de combate avanzar por la carretera. Me pareció vivir una película.

A los pocos minutos empezaron los disparos”, recuerda. Valevii, un compañero de 25 años, fue alcanzado por disparos rusos y lo trasladaron al refugio. “La cobertura telefónica era muy mala.

Intentamos conseguir una ambulancia, pero nos dijeron que no podían llegar hasta donde estábamos por los combates. Y el muchacho se murió a nuestro lado”, explica Tania. Después de pasar todo el día escondida intentó llegar a su casa, pero había francotiradores por todas partes y era imposible atravesar las calles.

No pudo reunirse con sus hijos de 16 y 14 años hasta 13 días después. “Nunca superaré lo que sentí aquellos días. Un miedo profundo me atenazaba.

Pensé muchas veces que nunca los vería vivos”, dice consternada. Consiguió hablar algunas veces con ellos. “Mi hijo mayor me decía que comía muy bien cuando era mentira”, comenta.El 10 de marzo decidió salir con una bandera blanca y llegó hasta el refugio donde estaban sus hijos.

Aunque no había luz “reconocí a mi hijo por cómo me abrazó”. “Ya estamos juntos de nuevo”, fue lo único que pudo decir. Su hija empezó a tener problemas con la vista.

Algunos especialistas lo llaman “ceguera histérica que es una somatización probablemente postraumática”. Regresaron a una casa destruida. Tania y sus hijos se encontraron un gato abandonado entre los escombros.

“Decidí quedarme con él como símbolo del triunfo de la vida y hace dos días me sentí muy feliz cuando se volvieron a encender todas las luces de la ciudad”, dice.Su compañero Yuri Levisshnko, de 42 años, decidió marcharse de Bucha con su esposa y sus tres hijos a casa de sus padres en una zona en calma de la región de Kyiv. Cuando regresó el 7 de abril, una semana después de que los rusos se retiraran de la ciudad, se encontró la puerta de la casa destrozada, todos los electrodomésticos rotos intencionadamente y los armarios revueltos. “Buscaban dinero y joyas y se llevaron ropa y calzado de mi mujer y mío”, recuerda Yuri.

Habían usado algunos coches de los civiles para rodear sus blindados y otros los habían aplastado con las orugas. En la salida de Bucha, un barrio residencial con viviendas unifamiliares de tres pisos está destrozado. Algunas casas se salvaron milagrosamente y conviven junto a otras carbonizadas.

Los coches quemados siguen aparcados en los mismos lugares en los que los dejaron sus dueños. En los jardines yacen fragmentadas las bicicletas de los más pequeños.Anna Ignatieva, de 47 años, recuerda que el 25 de febrero cayó la primera bomba sobre el barrio. Un día antes se habían despertado con el bombardeo contra el aeródromo que se encuentra a pocos kilómetros.

Muchos vecinos empezaron a marcharse. “Yo no quería irme. Pero los rusos llegaron poco después muy nerviosos y gritando a todo el mundo que se encerrase en sus casas.

A una amiga la amenazaron de muerte”, explica. Los combates eran intensos en la zona. Un proyectil alcanzó el tejado de la casa y destrozó todos los cristales de los ventanales.

“Nos tuvimos que refugiar en el baño pequeño del salón junto a otro cinco vecinos”, recuerda. Durante una semana no se atrevieron a salir por miedo a los francotiradores. “Al vivir en las afueras solemos hacer grandes compras.

Teníamos la nevera y un congelador llenos”, explica. Pero los combates se intensificaron y el 6 de marzo abandonaron la casa. Unos días después suplicaron a los rusos que les dejasen regresar a casa para recoger algo ropa y se la encontraron destruida.

“Ese día nos enteramos de que se había creado un corredor verde para la evacuación de civiles y decidimos irnos. Los rusos nos advertían que los ucranianos nos iban a matar”, declara.Caminaron a Bucha durante seis kilómetros y, de allí, los llevaron a un pueblo cerca de Kyiv. “Tenía miedo de mirar por la ventana del autobús.

Los soldados nos apuntaban con sus fusiles. Ni siquiera eran rusos blancos. Eran mongoles originarios de Buriatia, una república del este de Rusia”, explica.Al volver les comunicaron que la casa tenía que ser derribada.

Anna y su marido buscaron especialistas que le confirmaron que las paredes maestras no estaban afectadas y empezaron a reconstruirla, aunque todavía viven en la casa de unos vecinos. “Nos han pedido que guardemos las facturas y quizá algún día nos las pagan, aunque no me lo creo”, dice.Anna se emociona cuando señala dónde se encontraba el sofá del comedor, el televisor y la cocina. Las dos habitaciones estaban en el segundo piso: una para ellos y otra para su hijo.

El tercer piso estaba vacío. Antes de la guerra habían pensado en utilizarlo como gimnasio.En una esquina de la pared carbonizada alguien ha escrito con tiza “I love UKI” acompañado de un corazón. Anna sonríe y dice: “Me pregunté quién lo había hecho hasta que supe que fue mi nieta.

Los niños siempre saben cómo distraerse de la realidad”.Anna tiene claro que la reconstrucción de una casa “siempre te proporciona emociones positivas”. Recuerda que al regresar el 30 de mayo las flores de su jardín estaban llenas de ceniza. Las limpió y volvieron a crecer igual que “vuelven a nacer nuevos niños tras la invasión”.

La casa da a un jardín de infancia que está rodeado de edificios carbonizados. Algunos toboganes y columpios han quedado inservibles y hay varios juguetes abandonados sobre la tierra. Hace tiempo que ningún niño juega allí.

A tres kilómetros de Bucha está Hostómel, una localidad que sufrió una de las batallas más encarnizadas de la invasión rusa. El aeródromo fue asaltado por unidades aereotransportadas al mismo tiempo que unidades blindadas atravesaban la frontera entre Bielorrusia y Ucrania. Soldados chechenos, que luchaban junto a los rusos, fueron los encargados de lanzar el ataque.

La idea era controlar el aeródromo para sitiar la capital después de avanzar y tomar las localidades de los alrededores, como Bucha e Irpin.Natalia Chut, de 38 años, se resguardó junto a otros vecinos en uno de los refugios. Afirma que durante los primeros días “los chechenos nos utilizaron como escudos humanos y solo podíamos estar donde ellos querían”. En la retirada, Natalia fue obligada a viajar a Bielorrusia junto a su hijo de 14 años.

“En Bielorrusia no entendían qué hacíamos allí. Tres días después viajé hasta Polonia y pude regresar de nuevo a Ucrania”, comenta.A dos kilómetros del aeródromo, cinco bloques de 70 pisos cada uno quedaron completamente destruidos. Unas 1.500 personas se quedaron sin casa.

Un grupo de voluntarios entrega cada día raciones de comida para centenares de personas mientras las excavadoras derriban los muros de los edificios ruinosos y aplanan el terreno para volver a reconstruirlos.Un estudio ha cifrado los destrozos de Hostómel en 330 millones de euros. Como resultado de las hostilidades, el 40% de los 11.800 inmuebles de la localidad fueron destruidos, entre ellos centenares de edificaciones industriales y almacenes. Un proyecto llamado Neoeco, con financiación francesa, se encarga de la reconstrucción.Uno de los voluntarios es Mazay (seudónimo), de 50 años.

Organiza puntos específicos de calefacción e internet para los vecinos. Nos muestra su edificio: es una montaña de escombros. ¿Qué se siente cuando tu casa ya no existe? “Sólo pude salvar los discos duros del ordenador, pero la casa del futuro será mejor”, responde con una sonrisa.

Reconoce que lo peor ha sido perder todo su archivo fotográfico que guardaba desde finales de los noventa. “Los chechenos me sacaron de mi casa después de lanzar una granada en el comedor y me obligaron a meterme en un refugio, donde pasé 38 días. El 31 de marzo, el día que se fueron “los orcos” (los esclavos del miedo de El Señor de los Anillos), salí por fin y vi la luz”, explica.

Tiene una fotografía de ese día y apenas se le reconoce. “Tengo un tatuaje en el pecho con un símbolo ucraniano. Si los invasores de esta zona hubieran sido rusos de verdad me hubieran matado”, explicaDurante su niñez, la abuela de Mazay le contó historias de supervivencia durante el cerco de Leningrado de la Segunda Guerra Mundial, uno de los más terribles de la historia y que costó 750.000 vidas.

El hombre reconoce que pensó mucho en ella los días que estuvo encerrado y asegura tener muy claro que la clarividencia de su abuela le sirvió para soportar su cautiverio.

Mazay ante las ruinas del edificio donde vivía en Hostómel.

Mazay ante las ruinas del edificio donde vivía en Hostómel.G. SÁNCHEZ

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