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Hoy se cumple una semana del bárbaro ataque de Hamás, en pleno shabat, que masacró a 1.300 civiles israelíes. A través de vídeos colgados por los propios islamistas radicales en sus redes sociales, el mundo asistió atónito a una carnicería más propia de la Edad Media que del siglo XXI. Y con el horror añadido de saber que se llevaron a 150 rehenes. La condena internacional fue unánime. Solo se desmarcó Irán. También hubo consenso en que Israel tenía el legítimo derecho a defenderse de un ataque tan salvaje. Pero no todo vale. Ojo por ojo y el mundo acabará ciego. Benjamín Netanyahu ya avanzó hace una semana que la guerra había empezado. No parece recordar, sin embargo, que incluso en la espiral de violencia de una guerra hay unas normas básicas. El asedio implacable de Gaza, dejando a toda la población sin suministro de electricidad, agua o combustible y bombardeando objetivos tan dudosos como una mezquita, es repetir el horror del sábado pasado al otro lado de la frontera. Es una violación de los derechos humanos más fundamentales. Gaza es una ratonera. Sus habitantes no tienen escapatoria. El ultimátum de Tel Aviv es imposible de cumplir. No se pueden evacuar en 24 horas los civiles que se encuentran en la zona norte de ese territorio palestino. La incursión terrestre ya ha empezado y, a tenor de la concentración de tropas en la frontera y la movilización de reservistas, no tendrá precedentes. Será otro baño de sangre que constatará, una vez más, el fracaso de la comunidad internacional para solucionar el eterno conflicto de Oriente Medio, enquistado desde hace demasiadas décadas. Los gobiernos occidentales siguen apoyando a Israel, pero la catástrofe humanitaria que se avecina en Gaza será difícil de justificar y tampoco se puede obviar que el mundo árabe no se quedará de brazos cruzados si se produce una matanza de palestinos. El recuerdo de octubre de 1973, hace ahora cincuenta años, tampoco invita al optimismo. En aquella ocasión también se lanzó un ataque sorpresa sobre las posiciones israelíes en los territorios conquistados por Israel en el Yom Kipur, el día más sagrado del judaísmo, que ese año coincidía con el Ramadán, lo que derivó en una cruenta guerra que trajo consigo, además, una crisis económica global por el embargo de petróleo de los países árabes a Occidente. Fue la respuesta a su apoyo a Tel Aviv, lo que añade más incertidumbre a las consecuencias que tendrá ahora esta nueva escalada de violencia. Mientras, sigue el horror. La leridana Esther Moscatel-Mendelsohn, que reside en Jerusalén desde hace treinta años, asegura a este diario que no hay nadie en Israel que no conozca a un muerto, un herido o un rehén de este último ataque y que ya ha perdido la cuenta de las veces que se ha tenido que encerrar en un refugio con su hija. No se puede normalizar la guerra, aunque sea la guerra de nunca acabar.

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