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Si la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos no nos gustó en casa, la de clausura, tampoco. Habría que preguntarles a los organizadores qué parte de lo bueno, si breve, dos veces bueno, no han entendido. Lo visto en la pequeña pantalla fue aburrido, larguísimo y soporífero. El arranque, devolviendo a los atletas el protagonismo que les negaron en las aguas del Sena, aún estuvo bien, pero a medida que avanzaba la cosa se iba degenerando. Los 40 minutos del viajero del espacio no se acababan nunca. Los números musicales, con estrellas del pop electrónico francés, no entusiasmaron y los parlamentos farragosos, cargados de tópicos, especialmente aquel que se repite indefectiblemente cada cuatro años: “han sido los mejores Juegos de la historia.” Tras el traspaso de la bandera, de París a Los Ángeles, recogida por Tom Cruise bajando en tirolina y yéndose en moto–y sin casco– todavía, pero igualmente larga ya en la playa californiana. Y el adiós, con el My Way, tras anunciar que en realidad es un tema francés, Comme d’habitude, cantada en inglés, chirrió lo suyo.

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