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Ya advertíamos ayer que el culebrón acerca de la sentencia condenatoria a Daniel Sancho por el asesinato de Edwin Arrieta no ha hecho más que comenzar, como antes resultó agobiante el conocimiento del crimen, la confesión del autor, y su juicio. Ahora, hasta que pase la euforia del fallo del tribunal tailandés en forma de cadena perpetua, es un no parar. Minutos y más minutos en radio y televisión –prensa escrita no tanto, la verdad– en todas las tertulias de mañana, tarde y noche, y programas especiales en las cadenas más amarillas y sensacionalistas. Sin embargo, hay hechos que llaman poderosamente la atención. Uno, que se destaque que abogados y familiares de Daniel Sancho se hayan sorprendido por la sentencia, que uno piensa sin ser un experto en leyes, ¿qué esperaban después de descuartizar a la víctima y esparcir sus restos?; dos, que en las tertulias todavía existan tertulianos claramente defensores del condenado, y tres, que existan descerebrados que hayan atacado el busto de su abuelo, el gran Sancho Gracia, en el balneario gallego de Mondariz. ¿Algo lógico?

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