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Alguien tenía que decirlo alguna vez: la (falsa) tensión que se vive en cada entrega de Gran Hermano, publicitada por las redes sociales (su hábitat natural) y exagerada en las Galas y programas satélites de la cadena, no es otra cosa que una censurable apología de la banalidad. Son tonterías, que hasta darían vergüenza en las discusiones que aparecen en las barras de bar, que acaban siendo elevadas a asuntos de estado por los tertulianos de espacios como Sociality, TardeAR y, sobre todo, Fiesta. Y de eso se aprovechan los concursantes de esta, y de anteriores ediciones, resabiados a más no poder y que saben, en cada momento, lo que tienen que hacer para llamar la atención. Personajes insignificantes que en otras circunstancias pasarían de lo más desapercibidos, pero que aquí se doctoran cum laude a la espera de convertirse en influencers, tiktokers o, como mal menor, en habituales de los platós televisivos explicando sus cuitas de socialización con el resto de sus semejantes, que aspiran a lo mismo que ellos, o a sus ridículos lances de amor y desamor ante las cámaras.

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