Solsticio de invierno, la noche más larga
Cuando el Sol se rinde y el mundo se envuelve en un manto de quietud, el solsticio de invierno se desliza, discreto, por la bóveda celeste. En la noche más larga, la Tierra susurra secretos antiguos, arrullada por el crujido de las ramas desnudas y el canto lejano del viento. Los días se acortan y el frío se instala como un huésped duradero, mientras las sombras se alargan y las luces de la ciudad resplandecen con la promesa que trae la alegre Navidad. Es una pausa, un suspiro de la naturaleza, un instante de reflexión entre el bullicio de los días que se fueron y los días que vendrán. Y es que, en el solsticio de invierno, la Tierra, en su danza cósmica, alcanza su punto más cercano al abismo. Y el Sol, tímido y esquivo, se oculta tras un velo de sombras, regalándonos la noche más larga del año. Es el comienzo del invierno que con su hábito, unas veces gris y otras blanco, envuelve a todos con un gélido abrazo.
En el solsticio de invierno, al caer la noche más larga, aparecen las primeras estrellas como joyas dispersas, y en su compañía nos invitan a que miremos al cielo e intentemos comprender ante la infinitud del cosmos, nuestra insignificancia. Tal vez es por ello que el solsticio de invierno nos induce a mirar hacia adentro, a descubrir en la penumbra las llamas y voces de nuestro interior. Y es que, en este solsticio de invierno, la oscuridad es más que ausencia de luz. Es un úterocósmico donde germinan las esperanzas, donde se gestan los sueños.