CRÍTICADECINE
Se lo diré a mi padre
Se lo diré a mi padre. Cuántas veces se ha dicho esta frase en los patios de colegio cuando los bravucones de siempre hacían lo de siempre, incordiar y dar golpes para regocijo de sus palmeros, ante la indefensión de víctimas propiciatorias. Pues, salvando las distancias, esa es la piedra angular en la que descansa Blood Father, cuando la hija adolescente de un inadaptado con bastante aura marginal y malas pulgas busca protección huyendo de una banda con pedigree de cártel mexicano. Blood Father, sin demasiados razonamientos, es lo que es, una película de acción contundente sobre el papel que va a tomar el protagonista ante la amenaza que se cierne sobre su hija. Mel Gibson se encarga de dotar a su personaje de una personalidad de hombre maduro que no ha salido nunca de problemas, expresidiario, exalcohólico, exmalo y todo lo que se quiera decir, guardando un instinto asesino innato y unas ganas de redimirse ante su niña incuestionables, pese a que la joven no es ningún dechado de virtudes. El francés Jean-François Richet, responsable del remake de Asalto a la comisaría del distrito 13, de John Carpenter, desarrolla en un paisaje árido, en territorios de vida pegada al desierto, una especie de road movie, de huida hacia adelante, donde el tópico y lo estereotipado está presente pero también la rabia, la ferocidad en el enfrentamiento, que ayudan a agilizar una historia casi sin historia, y donde vemos a ese Gibson con las marcas de la vida pegadas en la cara exhibiendo fama de tipo con buen fondo y mala reputación, y al mexicano Diego Luna dándole réplica como puede. Un Luna por otra parte ya muy encasillado en Hollywood como malhechor latino.