CRÍTICADECINE
Vivir mata
Reconozco sentida admiración por la cinematografía de Terence Davies desde El largo día acaba, aquel emotivo retrato de un niño en la Inglaterra de postguerra que se libera de un tiempo gris a través de la música y el cine. Davies convierte la melancolía en belleza, es preciso en el encuadre, domina el tiempo y lo hace trascendente desde la quietud, desde la sencillez de los espacios que explora y que controla con precisión milimétrica. Tras Sunset Song, llega con poca distancia entre ambas Historia de una pasión, una profunda mirada a una época y a una persona, la de la poeta Emily Dickinson, –extraordinaria en su interpretación Cynthia Nixon–, mostrando su compleja personalidad y su entorno entre las paredes de una casa de la que apenas salió a lo largo de toda su vida, de un micromundo que se hizo grande a través de su obra, casi invisible durante su existencia, y después, aclamada como una de las voces más relevantes de la literatura americana. El veterano realizador inglés describe una sociedad amparada en una religiosidad represora, en unas rígidas normas cerradas en sí mismas, algo que se advierte desde las primeras escenas de la película, marcando a una joven Dickinson como alguien con ideas propias que la irán aislando hacia un mundo interior cargado de dolor, de soledad, de un sentimiento donde la familia es el reducto más intimo, y el resto del mundo, prescindible. Austera en su desarrollo, precisa en los detalles, y capaz de marcar con unas simples fotografías el paso del tiempo en los rostros, esta película es un trabajo en el que sus reposadas imágenes ponen de relieve la delicadeza y el gran talento de Terence Davies.