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Si respecto a la salud del teatro pensáramos en FiraTárrega como en un reconstituyente, haríamos mal ignorando las advertencias de la letra pequeña del prospecto. No existe fármaco sin contraindicaciones. Si en parte el teatro pertenece a la función pública y la función pública requiere de la figura del político, se entiende que teatro y político están condenados a ir de la mano. Sin embargo, como en toda relación de pareja, existe un dominado y un dominador; el político subyuga con sus encantos, que no son otros que sus subvenciones. A cambio, el teatro, como mantenido que es, le rinde obligada sumisión.

La musa de este arte se presta a ejercer de mujer florero, habiendo de escuchar durante estos cuatro días de lucimiento promesas de amor eterno de boca del bandido, sin creer nada, pero tampoco desmintiéndolas. Así, le sucede lo que merece: se institucionaliza. La Fira de Teatre al Carrer de Tárrega se ha convertido en una criatura institucional y por tanto estéril. Vendiendo su alma al diablo, el alma de la calle, ha asumido un vasallaje indigno. Desde entonces, mide su dimensión por el gentío que atrae. Al político, la muchedumbre le excita sobremanera y le persuade a seguir poniendo billetes en el cotizado escote año tras año por un servicio puntual. Se dirá que alabada sea la criatura que, aunque deforme, consigue acercar público al teatro. A veces, sin embargo, lo que parece una ventaja acaba siendo un inconveniente. Presumir de éxito porque la gente se moviliza asistiendo al teatro es como presumir de que las playas rebosan de bañistas en agosto. En su lugar, debiéramos preguntarnos por qué los teatros se frecuentan tan poco durante la temporada o por qué la gente ignora el mar cuando baja la temperatura. La culpa no es de la Fira, sino de cuidar más el escaparate que alberga los productos y los subproductos; el espacio que exhibe el teatro y a los políticos.

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