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Admitamos, de entrada, que el refranero manifiesta verdades como puños. En tal caso, el vuelo de una mosca no debe ser tomado como signo inequívoco de que es verano. Más bien al contrario: si es una única mosca la que vuela, acaso debiera plantearse si no se trata de un fenómeno caprichoso y, por tanto, poco fiable para sustentar en él deducciones de alcance general. Por mucho que zumbe la mosca del refranero, la situación puede no ser tan veraniega como la pintan. La proyección de la Fira como un referente de bonanza teatral no es más consistente que la de la mosca. En este sentido, Fira Tàrrega no es sustancialmente distinta a l’Aplec del Caragol: su repercusión es valorada más en términos de movilización humana que de activación de un sector precario. La ausencia de una planificación escénica a largo plazo –tan estéril para quien espere obtener réditos políticos inmediatos- nos ha ido llevando a una estrategia de escaparate, de pretender que la intensidad de la Fira es un reflejo de la vitalidad del sector teatral. El error reside en creer que la intensidad es sinónimo de vitalidad, cuando la salud se muestra en el sosiego del hábito. La intensidad ocasional es más bien estertor, espasmo terminal de una muerte lenta. El teatro nunca podrá subsistir dignamente si no se convierte en un hábito social. El abismo creciente del teatro con el público, la verdadera metástasis que amenaza la supervivencia de este arte, no se salva con eventos esporádicos. La popularización del teatro pasa por hacer de él una prioridad formativa, en introducirlo en los hábitos de los ciudadanos, permitiendo que sea accesible a todos los niveles. Y ello es inviable sin una planificación a mayor escala, más allá de Firas, Festivales, Mostras y demás paliativos. La alternativa es convencernos de que una única mosca basta y hasta sobra para que aparente ser verano.

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