COLABORACIÓN
Cómo cargarse Cataluña en pocos meses
periodista
Sesenta días solo desde el 6 de septiembre cuando el Parlament, saltándose su reglamento y desoyendo advertencias de sus letrados, ignoró los derechos de la oposición y se situó en la ilegalidad, camino de la declaración de independencia. Al día siguiente, el conseller Santi Vila imploró a Puigdemont que se aplazara la llamada Ley de Transitoriedad hacia la República. Creyó haberlo convencido, pero aquella misma tarde se aprobó. Se había vulnerado la Constitución española y el propio Estatuto de Autonomía de Cataluña. Se convocó el referéndum del 1 de octubre, aparecieron urnas y papeletas con Madrid en Babia, alguien (¿quién?) dio desde el Gobierno la desafortunada orden de intervención policial, tras la espantada de los Mossos, y el mundo se llenó de imágenes de represión innecesaria.
El 3 de octubre comenzó la fuga de empresas y bancos, acelerada tras el amago de Puigdemont, el día 10, de declarar y suspender la independencia. Más de dos mil salidas ya, aunque Junqueras lo ridiculizó porque “en Cataluña tenemos 280.000”. Pero las que se han ido representan casi la mitad del PIB catalán. Hoy las reservas turísticas flaquean, el paro ha subido solo en Cataluña y el espectáculo prosigue en tres pistas: la primera, con filtraciones de documentos comprometedores, desvíos de fondos públicos detectados y escuchas telefónicas a colaboradores de Junqueras (“nadie con dos dedos de frente puede creerse que la independencia es posible”) y otras perlas, con datos equivocados o manipulados. En la segunda pista, “el Circo Catalán llega a Bruselas”, como tituló uno de los medios internacionales que se han mofado del supuesto exilio de Puigdemont que tanto ha perjudicado procesalmente a los exconsellers encarcelados. Y la tercera, la pista central en la que juega la política –española, catalana e internacional– más la acción judicial, que no sabemos si es consciente de cómo alimenta la hoguera.
Aunque domine la incertidumbre por lo que pueda acaecer en la calle y en las urnas, ya hay conclusiones de lo sucedido: la preciada convivencia catalana, tradicional tierra de integración, se ha fracturado gravemente entre familias, amigos y compañeros de trabajo. Solo los amargos silencios autoimpuestos salvan la situación. Inquieta hasta la cena de Navidad. En segundo lugar, la economía catalana se está resintiendo rápidamente y los cortes de carreteras, más los anuncios de huelga, siguen animando a unos a marcharse, a los que quedan a contratar menos y a turistas e inversores a no venir. La crisis catalana impactará en la economía española global. Y en tercer lugar, el tremendo daño al valor de la marca Barcelona, la marca Cataluña y la marca España. Lo pagaremos.
Con todo, el fracaso mayor ha sido el de la política. Desde las instituciones catalanas se hizo creer a un ferviente electorado que la independencia era gratis, o low cost, y que Europa esperaba con los brazos abiertos a la Cataluña independiente. En un continente con 23 regiones que sueñan con la independencia, o con autonomía máxima, permitir este caso, sin guerra de por medio como en los Balcanes, sería abrir un proceso que destruiría la Unión. Pero Junqueras lo aseguraba y, salvo Borrell, y algunos artículos aislados, nadie se lo desmintió. El Gobierno, como denunció Aznar, y ahora Felipe González, no hizo política, ningún embajador se movió, ni los corresponsales extranjeros –algunos sintiéndose como Hemingway en sus crónicas de la Guerra Civil– fueron debidamente atendidos. Los que violaban la ley alegremente debieron creerse sus propias mentiras de impunidad, difundidas por los altavoces de las redes sociales, los medios subvencionados y las ingerencias rusas denunciadas, que en Madrid no se investigan y, sin embargo, inquietan al Senado americano.
Hay que parar ya toda esta locura, recuperar el seny y dejar de escribir más páginas de este lamentable manual: “Cómo cargarse un país en pocos meses.” Cataluña, ejemplo admirable de tantas cosas, no merece eso.