CRÍTICAMUSICAL
Orfebrería musical
Me encanta este tipo. Desde que lo descubrí haciendo de escudero para el star Gerard Quintana deambulando por libre o en su propia experiencia grupal formando parte de los Very Pomelo, siempre tuve el convencimiento de que me hallaba ante un verdadero outsider y que cuando estallase, podían empezar a temblar los cimientos del pop-rock en catalán. Y es que no sé si el hecho de beber agua de ese Ebro nuclear que rodea su Flix natal ha obrado en su ADN musical algún milagro inexplicable en forma de talento excepcional. Su anterior álbum, el multi-premiado La Rosada, ya fue pródigo en composiciones como de otro planeta, llenas de folk-rock descarnado y con temáticas vitales repletas de desencanto aunque, a la par y en contraposición, portadoras de sorprendentes mensajes optimistas, obteniendo beneplácito tanto crítico como popular. Este Polinèsies de muy reciente cuño no le va a la zaga, encerrando otra colección soberbia de canciones originales donde la poética y sus músicas vuelven a destacar por su alto poder enternecedor y voltaje formal reactivo.
Dotado de ese halo infalible en forma de carisma personal, que hace diferenciarse a los elegidos en cualquier disciplina de la vida sobre el resto de los mortales, su magnitud artística abarca una capacidad brutal para transmitir mensajes junto a su indudable magia melódica y a una no menos reseñable pericia técnica cuando se aferra a la guitarra y la hace gritar.
El resultado práctico: un cofre repleto de joyas como Indomables, Mil antenes, M’ho has d’escriure amb foc, La flor, Riu amunt, Ha quedat clar o Un llamp i un tro, dignas de la mejor orfebrería musical.