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Imperceptiblemente notamos que el verano avanza hacia el otoño y, en el campo, el naturalista Josep María Amigó, me dijo: “Ya ha comenzado en Europa la migración de las aves hacia África. Esta es una buena época para verlas a su paso por la península.”

Es temprano, Josep María ha dejado su vehículo, un todoterreno en abruptos caminos, sobre un rastrojal requemado por el sol, y ya hemos cargado los pertrechos de observación, entre los que no falta un potente telescopio monocular con trípode, prismáticos y cámaras fotográficas. Así iniciamos la marcha, a campo abierto y en silencio, en compañía de unos, como yo, aficionados a la ornitología. Pisamos zona de secano en el municipio de L’Espluga de Francolí (Tarragona), cuya tierra oímos crujir bajo nuestras botas. Salir al campo con este grupo estudioso de las aves es hacerlo con todos los sentidos despiertos, especialmente la vista y el oído. En el coche pude verificarlo cuando nuestro profesor, sin dejar de mirar hacia la carretera, advirtió: “¿Habéis visto? Acaba de cruzar una golondrina de cola roja.” Y al poco añadió: “Y a la derecha, allí, sobre el cardonal, una bandada de jilgueros.”

Yo, la verdad, no vi ni la golondrina ni los colorines, y me puse a pensar si me estaba progresando la catarata.

Pero el “golpe de vista” que me dejó KO, por no decir turulato, fue cuando Pitu, en marcha al vehículo, dijo haber visto, sobre el tejado de una cabaña de piedra seca (típicas en la Conca de Barberà y en la comarca de Les Garrigues de Lleida) a un mochuelo. El mismo que todos pudimos después observar a través de los binoculares y hasta cómo se amagó haciendo mutis por debajo de una teja de arcilla rosada.

Deduje, por la indiferente pose del pájaro nocturno a nuestra presencia, que podría estar haciendo la digestión de algún topillo o quizá ya se había hecho amigo del naturalista y estaba esperando su visita.

Fue aquella una mañana entretenida porque, saltando ribazos y cruzando bancales, recorrimos las fincas y algunos viñedos con los racimos en agraz, hasta llegar finalmente a las faldas de unos oteros divisorios del terreno, con abundante vegetación. Pero eso fue después de haber podido contemplar con el telescopio la pugna entre un bellísimo cernícalo (xoriguer comú, en catalán) y un arrendajo (gaig, en catalán), que se disputaban el posadero de un almendro.

Ambas aves, en su deseo por la rama alta y leñosa del árbol, se distanciaban y volvían a reunirse con la clara intención de ocuparla en solitario, al tiempo que intentaban desahuciar del árbol al oponente. Cuando el cernícalo, de mayor envergadura retornaba al árbol con las alas extendidas, impresionaba sin duda al arrendajo. Que no daba “su ala a torcer”. Lo hizo el cernidor varias veces consecutivas y de este modo nos permitió que tuviéramos tiempo para turnarnos en el telescopio. Estando ya ante aquel serrijón, a tiro incruento de prismáticos, la providencia nos deparó “a la carta” mirar en silencio el vuelo majestuoso de las rapaces. Vimos volar en el aire, sin trazar línea, entre el verde del pinar mediterráneo y el añil de su cielo, el aguilucho abejero europeo (aligot vesper, en catalán), y el ratonero común (aligot comú, en catalán). Ya en casa, recibí un

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de Eva con la lista de todas las aves avistadas y entonces sí concluí que tendría que ir al oculista: ella había relacionado un 50% más de aves que yo. Se vino abajo, pues, la teoría de que los varones no enfocamos bien en el frigorífico pero somos unos linces en el campo.

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