ÓBITO SÉPTIMO ARTE OBITUARIO
Muere Connery, Sean Connery
El personaje de James Bond se le pegó al cuerpo como una segunda piel, pero Connery, Sean Connery, que murió ayer a los noventa años, supo trascender al agente secreto para convertirse en uno de los actores más célebres del final del siglo XX. El hombre que lució quizá las cejas más formidables de la historia del cine falleció durante la noche rodeado por su familia en su casa en Nassau (Bahamas) tras “haber estado enfermo un tiempo”, según dijo a la BBC su único hijo, Jason Connery. La familia organizará una ceremonia privada para despedirle y un homenaje en su memoria “cuando el coronavirus haya terminado”. Hacía tiempo que no se tenían noticias del actor, retirado de la vida pública en 2011 para pasar sus últimos años junto a su mujer, la francesa Michele Roquebrune, en las Bahamas. Pero si tuvo una virtud, esa fue precisamente la de hacer perdurar su carrera a través de las generaciones. Connery pasó gran parte de la década de 1950 haciendo de modelo e interpretando pequeños roles teatrales. En 1958 ganó su primer papel significativo en una película, interpretando junto a Lana Turner en Otro tiempo, otro lugar a un corresponsal de guerra que se enamora de una periodista estadounidense. El actor escocés decidió seguir interpretando hasta que se hizo con el papel que le convertiría en un nombre para la historia, el de James Bond, agente 007, que interpretó hasta en siete ocasiones, desde 007 contra el Doctor No (1962) hasta Nunca digas nunca jamás (1983).
Los productores de la franquicia, Michael Wilson y Barbara Broccoli, se han despedido del actor con un emotivo mensaje en Twitter: “Estamos devastados por la noticia del fallecimiento de Sir Sean Connery. Fue y siempre será recordado como el James Bond original. Revolucionó el mundo con su interpretación valiente e ingeniosa del agente”.
Su papel en la película ‘Los Intocables’ de Eliot Ness le valió un premio Oscar en el año 1988
Las crónicas de hoy tras la muerte de Sean Connery hablarán de sus películas, las más icónicas, y tal vez olvidaremos alguna que merecería ser recordada. El padre de Indiana Jones, que le había puesto Indiana a su hijo, igual que el nombre que tenía su perro, porque quería mucho a ese animal en Indiana Jones y la última cruzada, de Steven Spielberg. El tipo fiel luchando codo a codo con Eliot Ness y al que nos dolió verle morir tan traicioneramente en Los intocables de Eliot Ness, de Brian De Palma. Aquel sagaz investigador del siglo XIV, fray Guillermo de Baskerville, instruyendo a su pupilo Adso de Melk en la fría abadía italiana donde mueren misteriosamente sus moradores monjes en El nombre de la rosa, de Jean-Jacques Annaud. Aquel avejentado Robin Hood que regresa de las cruzadas para reencontrarse con Lady Marian en un mundo que ya no los reconoce en Robin y Marian, de Richard Lester. El policía de aquella colonia de Júpiter que, como el sheriff de Solo ante el peligro, espera la llegada de los que lo quieren matar en Atmósfera cero, de Peter Hyams. El general soviético al que nadie adivina sus intenciones en A la caza del Octubre rojo, de John McTiernan. A las órdenes de Alfred Hitchcock en Marnie, la ladrona, junto a Tippi Hedren. Sean Connery era un actor de amplio registro que hacía lucir a sus personajes, y que no necesitó del método Stanislavski para desnudar sus pensamientos ante la cámara. Sabemos que nació pobre y que el cajón de una cómoda fue su cuna en el viejo Edimburgo. También sabemos que recorrió sus calles como un chico de barrio repartiendo leche para después ejercer de camarero, de pintor de brocha gorda, de albañil o incluso de pulidor de ataúdes. Es y será el mejor James Bond cinematográfico desde Dr. No, de Terence Young, hasta las siete ocasiones en las que se vistió de tan popular personaje, cínico, elegante, irónico, sabiendo que tuvo la oportunidad de interpretarlo porque su caché era mucho más bajo que el de otros aspirantes con más renombre en aquel tiempo. Él fue el inimitable Bond, James Bond, sobre su Aston Martin. Era el hombre que ganaba siempre y cautivaba a las chicas… Bond.
Yo le recuerdo especialmente en títulos como La colina, de Sidney Lumet, un drama bélico ambientado en una dura prisión militar, o inmerso en la lucha clandestina de emigrantes irlandeses en los Estados Unidos de 1876, los Molly Maguires, presionando para que las crueles condiciones de los mineros mejorasen en Odio en las entrañas, de Martin Ritt, hasta llegar a El hombre que pudo reinar, donde encarna al veterano suboficial británico Daniel Dravot, quien, junto a su compañero Peachy Carnehan, llega al corazón de Kafiristán para conquistarlo y convertirse en rey. Es una de las películas que marcó el fin de un cine de aventuras clásico de la mano del gran John Huston, al que Connery tanto admiraba. Pese a su aura, era un hombre de carne y hueso, un escocés de piedra picada, nacionalista porque la historia de su país estaba grabada en su memoria: “No soy inglés, nunca fui inglés y no quiero serlo. ¡Soy escocés! ¡Era escocés y siempre seré escocés!” Connery es legendario y seguirá siéndolo porque ya forma parte de esos fantasmas nuestros que adivinamos cuando aparecen en pantalla para que todo brille, para reconocerlos como lo que son, inmortales.