OPINIÓN
Estado de alarma y confinamiento nocturno
VISTA
la evolución de la pandemia, el Gobierno del Estado ha decretado un estado de alarma en otoño. Es inevitable y al mismo tiempo necesaria la comparación con el anterior, en primavera. Ahora las cosas se han hecho mejor, en general, evitando la solución extrema del confinamiento domiciliario permanente de la población, opción desmesurada y dictada con clara extralimitación de los poderes que la Ley atribuye al Gobierno en el estado de alarma. También ha sido un acierto dejar a los gobiernos autonómicos que concreten medidas y tomen decisiones como autoridad delegada. Sin embargo, no todo se ha hecho bien y aquí tenemos la decisión, con apoyo parlamentario, de que esta situación excepcional se alargue hasta seis meses. Las razones del Gobierno del Estado son obvias. Quería evitar volver a estar pendiente, cada quince días, de que el Congreso, donde no tiene asegurada la mayoría, autorice o no una prórroga. También quería evitar que las medidas dictadas por los gobiernos autonómicos estuvieran condicionadas a resoluciones dispares e imprevisibles de varios órganos judiciales. Y aquí tenemos ahora una nueva desmesura, un periodo muy largo teniendo en cuenta la imposibilidad de prever la evolución que tendrá la situación sanitaria. La legalidad es dudosa. Según la Ley reguladora del estado de alarma, de 1981, este no podrá durar más de quince días y solo se podrá prorrogar con autorización expresa del Congreso. La Ley establece que la Cámara “podrá establecer el alcance y las condiciones vigentes durante la prórroga”. Eso no excluiría que el Congreso decida una prórroga por un plazo superior a los quince días. Un periodo tan largo sin necesidad de renovación parece contradictorio con el sentido de la norma y está la posibilidad de que sea declarado inconstitucional. El estado de alarma es, en el actual marco jurídico, el instrumento adecuado para que los gobiernos puedan tomar las medidas más adecuadas en cada momento. La situación requiere decisiones políticas, de carácter gubernativo, basadas en un seguimiento riguroso de la evolución de la situación sanitaria y donde las necesidades de salud pública se valoren en su conjunto, teniendo en cuenta, también, el impacto de las medidas sobre la salud mental y el bienestar de la población, pensando en todos los sectores (niños y adolescentes, mayores, personas con discapacidad y otros en situación de riesgo) y haciendo las ponderaciones apropiadas basadas en los datos y los criterios aportados por los expertos, no solo sanitarios. La cuestión no es tan sencilla como un dilema entre salud (o vida) y economía. Lo que hay tras lo que algunos denominan de manera simplista economía es también, en gran medida, salud pública, además de derechos fundamentales. Por eso las decisiones no pueden depender del poder judicial, a quien corresponde velar por los derechos de las personas, pero no dispone de la información ni está en condiciones de hacer las ponderaciones necesarias para resolver si una medida es o no adecuada para alcanzar un determinado fin ni cuál puede ser el alcance de sus efectos secundarios sobre la población.
El confinamiento nocturno ha sido la principal novedad en la escalada de medidas adoptadas los últimos días. A diferencia del confinamiento que sufrimos entre marzo y mayo, en este caso se trata de una medida que es más capaz de cumplir con el canon de proporcionalidad y puede ser entendida como una restricción, no una suspensión temporal, del derecho a la libertad ambulatoria de los ciudadanos. Sus efectos negativos no son comparables a los del confinamiento total, dado que queda asegurada la movilidad diurna y la compatibilidad con las actividades laborales, entre otras formas de interacción social, que se encuentran dificultadas o limitadas en virtud de otras restricciones acordadas, pero no impedidas. Otra cosa será qué evaluación se hace de su efectividad, por lo que habrá que esperar el tiempo necesario para observar los datos de evolución de los contagios y el impacto en el sistema sanitario. No olvidemos que la legitimidad de mantener o volver a acordar algún día una restricción similar, que supone un sacrificio impuesto a la gente, tiene como condición necesaria que haya garantías que permite alcanzar de manera efectiva los importantes objetivos pretendidos.
Con respecto al otro aspecto de la efectividad del confinamiento, su cumplimiento por parte de la población, disponemos ya de información de lo que pasó durante el confinamiento de la primavera. Además de los datos oficiales sobre movilidad al transporte público o en el tráfico de vehículos, entre otros, disponemos de los primeros estudios empíricos. Uno llevado a cabo por el centro Crimina de la Universidad Miguel Hernández, recién publicado, basado en una encuesta, ha revelado que más del 85% de la población cumplió la obligación de permanecer en casa. El estudio ha confirmado que el miedo a las sanciones, reforzado por la presencia policial en la calle, influyó en la conducta disciplinada de los ciudadanos. Sabemos, sin embargo, que el cumplimiento normativo no solo es consecuencia de la coacción, sino que depende de la identificación de la población con los objetivos de las normas. Aquí los políticos tienen una gran responsabilidad, transmitiendo confianza y una imagen creíble de coherencia y compromiso. Por eso resulta tan lamentable y descorazonador un espectáculo como el de la cena de Madrid con presencia de autoridades y representantes de partidos políticos, de la que no creo que haya que decir nada más.