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Adiós a Juan Diego, amigo y ejemplo para los actores

El intérprete sevillano, ganador de 3 Goyas, falleció ayer a los 79 años || Asiduo de la Mostra de Lleida, como invitado y premiado

El actor, en su visita a Lleida para participar en la Mostra 2002.

El actor, en su visita a Lleida para participar en la Mostra 2002.ELENA VALLÉS

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Ganador de tres premios Goya y responsable de algunas de las interpretaciones más emblemáticas del cine y el teatro español, la muerte la madrugada de ayer tras una larga enfermedad del actor Juan Diego a los 79 años tiñó de luto el mundo cultural. Nacido en Bormujos (Sevilla) el 14 de diciembre de 1942, precisamente el pasado 2 de abril la localidad le rindió un homenaje y le nombró Hijo Predilecto del municipio. El actor se subió a un escenario por primera vez en 1957 y desde entonces, tras su traslado a Madrid, no paró de cosechar éxitos cinematográficos, en programas, obras teatrales y series, con papeles memorables en Los santos inocentes, Dragón Rapide y El rey pasmado en cine o Los hombres de Paco en televisión.

Deja un extenso currículum con su participación en películas que le valieron innumerables premios, medallas, Goyas y reconocimientos a su trabajo. Entre ellos, los que consechó en la Mostra de Cinema Llatinoamericà de Lleida, en la que participó hasta en tres ocasiones: en 2002 como invitado especial; en 2010, cuando recibió un premio a su trayectoria, y también en 2012, cuando participó en el homenaje póstumo al actor y amigo Jordi Dauder, fallecido unos meses antes. El deceso permitió recordar ayer el cariño que le guardaban sus compañeros, a los que literalmente ayudó en la lucha por sus derechos.

“Él fue uno de los artífices de lograr nuestro tan anhelado día de descanso semanal”, destacó en un comunicado Concha Velasco, quien lo acompañó en la famosa huelga de actores en 1975, el primer movimiento para pedir la reducción de la jornada laboral pese al riesgo que entrañaba. Numerosos compañeros de profesión le despidieron ayer en el tanatorio madrileño de San Isidro, antes de que hoy se abra la capilla ardiente en el Teatro Español de Madrid. Puede sonar a frase grosera y vulgar, pero pronunciada con la rotundidad y la gracia sevillana de Juan Diego se convertía en una seña de identidad.

Era hombre de una cultura infinita y, sin embargo, su sencillez lo acercaba a la conversación de café. Tertulias en las que intercalaba escritores, obras de teatro, cine o pequeñas anécdotas que convertía en situaciones divertidas y disparatadas. La profesión de actor le debe ese día de descanso semanal, la militancia peleando a la contra en momentos en que hacía falta valor para expresarse libremente.

Fue un comunista con ideales, aunque en el cine fuese ese odioso señorito de Los santos inocentes o el dictador Franco de Dragon Rapide, clavando sus personajes. En cierta ocasión le comenté que cómo de bien hizo esos personajes de derechas y su respuesta fue: “Los de izquierdas podemos hacer de tipos de derechas porque sabemos cómo son, pero los de derechas nunca sabrán hacer de hombres de izquierdas. Son muy simples.” Conversar con Juan Diego era un lujo.

Verlo incendiarse con algo que iba en contra de sus principios, o reír hasta el cansancio con lo que le divertía. Amaba la vida y la celebró siempre, eso no se lo quita nadie. Fueron más de treinta años de amistad que he agradecido a lo largo del tiempo.

Esa cercanía, ese abrazo constante, esa admiración hacia todo lo que le construyó como persona era radical. Y si ahora está llamando a las puertas del cielo, o de donde sea, vale más que le abran rápido porque quieran o no, ¡por sus cojones! que entrará.

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