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La tinta del calamar

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Mientras medio país se nos quema en el enésimo incendio de este verano, la otra mitad se sigue achicharrando por las tórridas temperaturas, que, además, están dejando a la España más rural y despoblada sin agua. Hay muchos pueblos donde los cortes de agua son ya habituales y solo puedes abrir el grifo, con suerte, de 8 a 12. En el mío, sin ir muy lejos, el consumo de agua se ha limitado a 400 litros al día, por casa.

La sequía estival está secando las fuentes, los acuíferos, los ríos y los pantanos y, en medio de esta emergencia climática por sequía, y por poner solo un ejemplo, nos enteramos de que se están gastando 9 mil litros de agua diarios para rellenar la piscina de la cárcel de Sevilla porque tiene grietas. Esto no lo verán en las noticias, no. Hasta aquí, casi todo igual como casi cualquier otro verano de los últimos años.

Y mientras esto pasa, el Gobierno del país usa la tinta del calamar para tapar la cruda realidad, sacándose de la chistera un nuevo decreto ley contenedor que va a solucionar lo del problema energético derivado del conflicto de Ucrania. Y lo va a hacer con un superplán de choque de ahorro y gestión para reducir el consumo de energía en edificios públicos y comercios. Los informativos nos bombardean a todas horas con las nuevas medidas, alabadas por unos, denostadas por otros, y ya todos sabemos que la refrigeración no se podrá poner por debajo de los 27 grados ni la calefacción por encima de los 19; que las puertas de acceso a los locales tendrán cierres automáticos (a costear por el propio comercio, ¡claro!) y que los luminosos de los escaparates y monumentos se apagarán a las 10 de la noche.

Resuelta con un decretazo la emergencia climática, mire usted. Tal vez por deformación profesional, soy de las que procuran leer las normas antes de opinar sobre ellas. Y, sinceramente, a estas alturas de la legislatura del Gobierno “más progresista de la historia” ya ni me sorprende que metan en un mismo saco medidas económicas tan variopintas como las ayudas en el ámbito del transporte terrestre (trenes, camiones y taxis), las cotizaciones de los autónomos, las becas universitarias y las ayudas al estudio, tamizado todo ello con el plan de ahorro y de reducción de la dependencia energética del gas natural.

La improvisación a la que nos tiene acostumbrados el Gobierno en política interior se ha superado esta vez con una rudeza jurídica palmaria. En catalán diríamos “embolica que fa fort”. Porque esta es, otra vez, una norma que se mete en la vida de los ciudadanos, que nace sin negociarse con los sectores afectados (para qué), que ha sido redactada apresuradamente y sin tener en cuenta el impacto que producirá.

Una nueva imposición unilateral, eso sí, transversal, que más que aclarar, confunde. La lógica y la racionalidad no debería escapar nunca a una norma jurídica, como tampoco su correcta fiscalización. Mucho me temo que será difícil comprobar el efectivo cumplimiento de unas medidas que dejan amplios flecos inconcretos de flexibilización y matices al ahorro energético según el tipo de actividad económica o el trabajo que se desempeñe en unos u otros locales o establecimientos.

Esto es volver locos a los ciudadanos, señores. Las leyes están para ser cumplidas, sí, pero cuando la improvisación es la norma y la diligencia la excepción, el primero en dar ejemplo también en el cumplimiento de las leyes debería ser el propio Gobierno. Porque pedir a los ciudadanos y a las empresas lo que el propio Gobierno no está dispuesto a hacer es muy fácil, pero está muy feo.

Ni rastro de ahorro ejemplar en el número de ministerios, con la escandalosa tropa de asesores de Moncloa o con los continuos viajes en Falcon del presidente. La vicepresidenta Ribera dijo muy seria que “las administraciones tenemos que ser las primeras en dar ejemplo”. Consejos vendo, que para mí no tengo.

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