COLABORACIÓN
Toni Llobet, vida y arte
El publicitario y escritor Ildefonso García-Serena nació en Buenos Aires en 1949, donde se había exiliado su familia. Regresó con seis años y vivió un tiempo en Lleida, donde fraguó amistades para toda la vida. En este artículo hace un retrato íntimo del artista Toni Llobet.
Conocí al pintor Toni Llobet antes del mes de agosto de 1966. Era un verano de plomo, y el mismo sol que transforma los frutales de la huerta leridana en oro había borrado las brumas de tristeza que yo arrastraba. Era un chaval, casi un niño; recuerdo que en pocos meses habían pasado en mi vida cosas importantes, unas ciertamente alegres, como el descubrimiento de Catalunya y los leridanos, que tan espléndida impresión me causaron desde el primer día.
Y también había descubierto la educación –extremadamente civilizada y liberal– del Colegio Sant Jordi, sin las bofetadas ni los golpes en los nudillos que propinaban los frailes de mi Aragón natal, así como el talento de sus profesores. Allí oficiaban el bachillerato personas doctas como Isern y Vallverdú. Y al mismo tiempo había sucedido algo terrible: el adiós definitivo a mi padre.
Era una herida en el alma, en aquel mes traidor, junio de 1966. En cambio, fue motivo de alegría la idea de que comenzaría de inmediato mi vida laboral, abandonando definitivamente la niñez. Tenía diecisiete años y la visión de la fábrica de gaseosas Konga, propiedad de don Tomás Mascaray, fue un momento de ilusión.
La estrictamente cuadrada mole de hormigón sin pintar se erigía a las afueras de la ciudad, en la carretera de Zaragoza, la añorada N-II. El empleo era muy modesto, jefe de almacén, pero el edificio era moderno; había sido inaugurado el año anterior, frente al restaurante Bimba, siempre desierto y famoso por sus sablazos descomunales, mayormente a turistas en Seat 600 que, ya agotados, hacían la ruta Madrid-Barcelona. La fábrica Konga tenía una cubierta en forma de caja de huevos con diversos conos simétricamente dispuestos, construida en un material traslúcido y amarillento, como de resina de poliéster.
Según contaría después Mascaray en sus memorias, el proyecto, de una sola planta, se debía a unos innovadores arquitectos que acaban de terminar la carrera en Barcelona. Con su original concepto coniforme se evitaba poner columnas en el interior de la fábrica, dejando un espacio diáfano de cientos de metros cuadrados. Y era precisamente el efecto de succión de las cónicas hueveras el que producía una fuerza ascendente que eliminaría el peso de la cubierta una vez instalada.
El día de la inauguración, allí estaban los propietarios y sus familias, los trabajadores y las autoridades locales. Cuando las grúas situaron la inmensa superficie encima de los cuatro muros, antes de descenso, la expectación era máxima. Al depositarla con suavidad, la huevera se hundió por el centro, apareciendo una inmensa oblea traslúcida, casi viscosa, en forma de visera plegada, pero afortunadamente sin llegar a romperse.
La expectación previa dio paso a un espanto moderado al constatarse que el fiasco no había producido desgracias personales y la cosa se podría resolver, arquitectónicamente hablando, poniendo unas cuantas columnas, aquí y allá, apuntalando los conos, según se apresuraron a explicar los arquitectos. Todos esos sucesos concurrentes en un niño que estaba dejando de serlo, eran un zanjón, un Rubicón en mi camino, pero yo no lo sabía; era el límite justo antes de que el pasado doloroso dejara de pesarme y la vida estallase con fuerza. Era ese momento de la existencia en que el cuerpo humano se compone de un sesenta por ciento de agua y un cuarenta por cierto de curiosidad y se abre el espíritu, henchido como una vela, apuntando a todos los mares.
Y fue justo entonces cuando me tropecé con aquella banda maravillosa e irrepetible. Los chicos de Lleida.Creo que el eslabón de la cadena de amigos para toda la vida que me unió a todos ellos fue mi compañero Salvador, del Colegio Sant Jordi, el hijo del doctor Martínez-Lage. Y tras él conocí a Toni Llobet, el hijo huérfano de un fabricante de pasta que, si no me falla la memoria, había tenido su obrador en la calle Blondel, a pocos metros del consultorio del doctor.
El incipiente pintor vivía entonces con su madre viuda en un piso antiguo de la calle Balmes, número 100. El lugar no quedaba lejos de mi calle, Alcalde Porqueras, una vía en la periferia urbana de entonces en la que proliferaban en verano los aromas de la fruta –en especial la pera limonera de Lleida–procedentes de los numerosos almacenes que allí se habían instalado en los años sesenta. Después se uniría al pequeño grupo Jordi Gigó, el pied noir intelectual catalano-francés que nos lideraría a todos, probablemente por ser el mayor siendo muy joven, o tal vez por su personalidad arrolladora, o más bien por sus ideas liberales y libertinas, recién traídas –oh, lá lá–de París.
Gigó había estudiado cine en Francia y nos invitaba a participar en los rodajes de sus películas en 16 mm en los ribazos del Segre, adonde acudíamos las heladas mañanas de invierno con toda la parafernalia, armados de los chismes del cine amateur: cámaras, cables, focos, atrezzos… y una actriz jovencísima con aspecto de arcángel, una poetisa virgen, aunque solo estoy seguro de lo primero, conociendo a Gigó. Más tarde supimos que este se había convertido en los ochenta en cineasta precursor del cine porno franco-francés en Barcelona, un cine el suyo no exento de cierta calidad artística a pesar de la escasa exigencia que caracteriza al género. Para entonces ya éramos un grupo algo más numeroso, con tipos tan interesantes como García-Fenosa, el radiofonista alto y huesudo al que perdí después la pista, y alguna musa fugaz, prima hermana del cineasta, recién llegada de allende las fronteras.
Y había algunos chicos más que se aburrían en los rodajes. Sea como fuera, sospechosamente a ninguno de nosotros nos interesaba el fútbol, ni ir de vinos; rarezas de carácter del que no éramos muy conscientes, ni falta que nos hacía porque lo pasábamos muy bien juntos en interminables excursiones al río, paseos por la calle Mayor hablando de la nouvelle vague y guateques con coñac y abundantes discos importados en la elegante casa de los padres de Gigó, donde tampoco faltaban los libros y algunos cuadros. Toni Llobet fue un ejemplo perfecto de que los buenos hombres lo son desde el principio y que no necesitan más que acumular experiencia para acabar siendo los mejores.
El resto, si queremos llegar a algo, hemos de trabajar con el hacha afilada y siempre a punto, desbastando el tronco de todo sinsentido, toda fealdad, toda aspereza, toda rama torcida o estéril. Toni fue siempre el mismo, la misma agudeza, la misma elegancia, idéntica ironía distante, pero amable y bondadosa; y jamás le vi enfadado o contaminado por la perversión que provoca la experiencia. Además, era un hombre humilde, un concepto de humildad superior, alejado de la sencillez vacía, sin concepto, pues él no tenía nada de sencillo sino al contrario; estaba dotado de la complejidad de los sabios, aquellos cuya intuición se ve completada por las lecturas de todo lo importante que se ha escrito, alejado de toda novedad o moda, de toda novela rosa, amarilla o negra.
De toda ficción que no fueran sus pinturas y su pasión por las buenas películas. Su pintura estaba hecha de todo eso. Por cierto, se estrenó aquellos días el film Un hombre y una mujer, de Claude Lelouch y protagonizada por una deslumbrante Anouk Aimée y Trintignant, y como éramos jóvenes la dimos por buena.
Y en efecto, todo era bueno en la película: la música, los actores y hasta el coche. Pero toda ella era un anuncio largo de la Ford, y eso solo lo vieron nuestro cineasta y Toni Llobet. Su perfil físico era compatible con sus pensamientos y su carácter.
Destacaban en él, en primer lugar, una piel muy oscura, más propia de un gitano fino, lorquiano, que de un catalán ibero; y un cabello de Beatle no excesivamente largo, acharolado: negrísimo sin una cana hasta el final, como esos cuadros negros producidos obsesivamente, por su colega el neoyorkino Rothko, capa a capa, intensos y abismales. Otro rasgo: una nariz aún por clasificar, pues la taxonomía de los manuales de criminalística no la distingue. Era un apéndice importante, magno, con un arranque de tipo griego, recto como un remo, pero que justo al llegar al final, iniciaba un brevísimo quiebro descendente y acababa como el espolón de proa de un barco persa, con la punta más baja para embestir la panza del enemigo.
Y en efecto, la ironía habitual de sus comentarios yo la veía funcionar en paralelo con aquel punzón de ataque de los barcos de la batalla de Salamina, de frente y sin ambages. Cuando la nariz de Toni atacaba un concepto, este se hundía. Pasados algunos años, retomamos nuestra relación en Barcelona, donde se había trasladado, ya casado con el amor leridano de toda su vida, Encarna, propiciando la llegada después de su alter ego, su hija Olga.
Ellos se habían trasladado antes, para ejercer Toni como diseñador gráfico en laboratorios farmacéuticos o realizar portadas de discos. Ambos amigos, ya un poco más maduros, teníamos como temas de nuestras conversaciones cualquiera de ellos, excepto el Arte, pues Toni casi nunca hablaba de su obra o su oficio. Podíamos extendernos horas en una conversación pausada, de las cosas de la sociedad, la política o de la velocidad del movimiento del mundo que cambia.
Le gustaba arremeter –cómo no– contra toda clase de poder porque era consciente que lo suyo, la vida de artista solo podía tener un sentido: la subversión. La suya era por otra parte una subversión íntima, de entre amigos, alejada de cualquier foco público, no fuera que alguien creyera que él aspiraba a lo que la mayoría de los subversivos: el poder. Era un artista total cuando sus ocupaciones materiales y familiares se lo permitían y su única tribuna pública fueron sus telas, abstractas sin duda, pero menos.
La ciudad de Toledo pintada por el Greco, y reinterpretada por Toni Llobet es el Toledo de verdad; y una plaza sin toros y toreros de Toni es una corrida con más sangre de la que nunca se vio en la Monumental. Utilizaba la técnica dialéctica –no sé si premeditada o no– de dejar que el otro hablara, observando. Y él se limitaba a sonreír e intervenir con frases cortas, pero definitivamente suyas, poniendo en ellas una ironía y un humor que a veces me recordaba a personajes diferentes y distantes, Buñuel o Pla, pero con sello propio.
Y al final siempre parecía tener razón, entre otras cosas porque esa ironía no descargaba contra personajes concretos, sino contra situaciones. Tampoco tenía un ápice de sarcasmo, era pura abstracción literaria o intelectual que, de haberse utilizado en artículos de prensa, hubiera sido altamente cotizable. Yo creo que su bonhomía le hubiera hecho acreedor de una hornacina de santo civil, ya que el puesto de santo patrón de los pintores ya lo ocupan en la Iglesia varios mártires a la vez, según las preferencias, y uno más contemporáneo y abstracto tampoco importaría.
Su ciudad natal, Lleida, lo ha reconocido como artista propio, ciertamente, pero en mi opinión queda todavía un margen amplio para ese reconocimiento como uno de sus artistas contemporáneos más inspirados. Solo su proverbial humildad y su carácter le impidieron lanzarse al ejercicio del marketing de la notoriedad artística. Él y yo hablamos de ello muchas veces, e incluso viajamos a Londres y tal vez a otros lugares a echar un vistazo al escaparate; pero su universo –se vio muy desde el principio– era local.
Toni Llobet pertenecía a Lleida y solo a ella, la ciudad de sus padres y abuelos. Y a sus calles regresó recurrentemente con cualquier excusa. En Barcelona estaban los otros, los medios, las agencias, los laboratorios, las discográficas y las galerías; pero su alma pertenecía por completo a Lleida, y su paleta artística también.
Ahora que hace un año de su inesperado adiós, ojalá que el sueño de su familia y sus amigos –es decir, verle siempre allí, representado en su mejor obra– se vea plenamente cumplido. Su talante y su espíritu nos pertenecen ya para siempre. Porto Petro, Mallorca, agosto de 2022