Teníamos a Pipo Romero por un guitarrista de género, de muy buena técnica y maneras interpretativas solventes y con una trayectoria pretérita de gran brillantez, pues trabajó durante un buen número de años como músico de sesión y en vivo para grandes nombres del pop-rock nacional, granjeándose una reputación extraordinaria. Pero lo que hemos descubierto en su reciente actuación entre nosotros, primera de las suyas en Lleida en el circuito
Girando por salas, concebido para apoyar músicas actuales y a creadores para darles a conocer lejos de sus propias comunidades autónomas, ha sido un intérprete multidisciplinar que se maneja a las mil maravillas deambulando entre géneros y que, visto lo visto, no sería justo que se le enclavase únicamente en el flamenco instrumental, aunque ése sea su punto de partida primigenio. Yo colocaría a Pipo en una esfera estilística muchísimo más amplia y quizás esa etiqueta popularizada desde hace años como ‘músicas del mundo’, en la que puede entrar casi de todo, sea la más adecuada para catalogarlo.
El caso es que un buen día el gaditano decidió apostar por su propio arte compositivo, saliéndose de esa zona de confort bien granada y frondosa en lo económico gracias a su guitarra prodigiosa, junto a estrellones como El Canto del Loco o Nena Daconte, aunque poco gratificante en lo creativo por tocar siempre material ajeno. Entró así en una vida profesional más complicada en cuanto a ingresos, pero más satisfactoria en lo personal, que ha dado como fruto tres álbumes soberbios, el último de ellos, Ikigai, que fue la base de su show en un Espai Orfeó rebosante de magia. La verdad es que quedamos maravillados por su talento guitarrístico y la hermosura de sus canciones y, cómo no, por su carisma innegable y savoir faire hacia el público, aspecto este que llegó a emocionarnos.