COLABORACIÓN
Nuestras lenguas en el Congreso
diputado del PSC por Lleida, Pirineo y Aran
El pensador Pascal Bruckner escribió en 1994 un pequeño ensayo, fino y atinado, sobre la ambivalencia entre el cosmopolitismo y la globalización titulado El vértigo de Babel. Allí defendía que el auténtico cosmopolitismo “está arraigado en la profundidad de varias memorias y múltiples singularidades”, ante una globalización que “niega las diferencias entre culturas en nombre de un universalismo paupérrimo”. Abría esta obra con unas palabras del sociólogo liberal Raymond Aron: “El hombre es el ser que habla, pero hay miles de lenguas. Quien olvida uno de los dos términos recae en la barbarie.” En efecto, el humano es un ser de lenguaje. Su mundo es el lenguaje. De hecho, la cadena del ser es la cadena del lenguaje, transmitida de generación en generación. El lenguaje, en la forma de una lengua, no le es ajeno o exterior, sino que forma parte intrínseca de su naturaleza, “en virtud del cual el mundo de las sensaciones se convierte en un mundo de representaciones”, según el filósofo Emilio Lledó. El lenguaje es actividad entre individuos y creación del que habla. Por eso, el lenguaje se nos presenta como algo tanto subjetivo (nuestro modo peculiar de representarnos las cosas) como objetivo (fruto de una comunidad cultural a lo largo de la historia). Pero hay miles de lenguas. Y cada una de ellas guarda algo así como un íntimo tono vital, como diría Herder, referente de la filosofía del lenguaje, aunque conocido también por su claro anticosmopolitismo. Sin embargo, un cosmopolita contemporáneo, George Steiner, de origen judío, agradece a su padre el aprendizaje del griego antiguo, porque “vio que cada lengua que se aprende es una nueva libertad, una lengua nueva, un cosmos y un mundo en sí mismo”, nos recuerda Bruckner. Entonces, se pregunta este, “¿por qué no elogiar el sabor de las pequeñas sociedades, las lenguas y los dialectos regionales?” ¿Por qué no saborear, además de nuestra rica lengua común e internacional, el castellano, las demás lenguas oficiales (el catalán, el aranés, el gallego, el euskera) en el seno de la soberanía popular, esto es, el Congreso de los Diputados, en su uso libre e indistinto, reflejo de la España plural y diversa que representa, según la reforma del reglamento que venimos de aprobar en sesión plenaria? No en vano, estas lenguas constituyen una riqueza que nutre nuestro “patrimonio cultural”, objeto de especial respeto y protección, según reza la Constitución en su artículo 3. Antes de Herder, Aristóteles definió al hombre como el animal que tiene logos, es decir, lenguaje, pero animal político. Por tanto, el lenguaje no es un mero instrumento de comunicación, entendida esta como mera transmisión de información, sino que el lenguaje crea comunidad, hace posible el entendimiento y acercamiento entre distintos, cada uno con su lengua, porque el logos, en palabras de Lledó, “crece y alienta entre las estructuras de la sociedad, en la convivencia del hombre con el mundo creado por él, y con los otros hombres”. Las lenguas nos arraigan a una tradición, a una cultura, a un paisaje familiar, desde el que entendemos el mundo y a los demás. Si no se echan raíces, uno anda a ciegas y todo nos resulta artificioso. Sólo desde nuestra singularidad podemos abrirnos al otro. Y descubrimos que la unión sólo es posible a partir de los diversos. Por eso, las intervenciones de los diputados y las diputadas en las distintas lenguas de España no es un simple juego dialéctico caprichoso, sino la mejor expresión del rico entramado cultural en el que España se desenvuelve. Con la posibilidad de usar el aranés, el catalán o el castellano en el Congreso, los representantes somos hoy más representativos, y España está más cohesionada por medio de su diversidad, como espejo del cosmopolitismo encarnado y arraigado que proponía Bruckner.