CRÍTICADECINE
¡Bruja, más que bruja!
En 1999, gracias a una brillante operación publicitaria y utilizando la excusa de falso documental como hilo conductor de historia truculenta en plan found footage o, lo que es lo mismo, material encontrado, que se transmitió de boca a oreja por medio mundo, El proyecto de la bruja de Blair fue un éxito que sacó el máximo con lo mínimo. Casi veinte años después nos “endosan” esta secuela con un guión que parece escrito en un único folio –por una sola cara– con el hermano de una joven desaparecida en la primera entrega que le sigue los pasos junto a un grupo de amigos y una pareja del lugar que los acompaña, mientras cuentan la oscura historia de la susodicha bruja, castigada por los lugareños y que posteriormente llevó a cabo cumplida venganza, resarcimiento que visto lo visto prosigue. Y ahí los tenemos, adentrándose en un solitario bosque, caminando entre la hojarasca, en días grises y noches que devienen eternas, dando vueltas y vueltas entre árboles siniestros, buscando una desvencijada casa que es cuna del mal. Llevan cámaras hasta en las orejas, un dron y demás parafernalia, todo para acabar corriendo de aquí para allá entre símbolos primitivos, gritando hasta desgañitarse y con el director Adam Wingard mareando con sus cámaras subjetivas, que ponen de los nervios no por lo que se ve sino por cómo se ve, con cámara al hombro y ruidos continuados que llegan al paroxismo más encrespado. Y es que Blair Witch, aunque se venda como experimento visual o lo que les dé la gana, es una sandez de chichinabo en los bosques malditos de Maryland o donde les plazca. Mejor será olvidarnos de la bruja porque el que viene ahora es el coco.