CRÍTICADECINE
¡Qué mala es la gente!
E
n el libro de humor gráfico ¡Qué mala es la gente! del incomparable Joaquín Lavado “Quino”, creador de la siempre indignada Mafalda, se pueden encontrar con gracia e ironía todas las taras del ser humano, sus fobias y filias, la envidia, la mentira y el desprecio, sus vicios y vilezas, y todo lo que supone el hecho de que hay una gran imperfección en nuestro comportamiento. Mariano Cohn y Gastón Duprat, que presentaron en la Mostra su ópera prima El artista, y ganaron, para después repetir con El hombre de al lado, con El ciudadano ilustre, dan vigencia a la frase “a pueblo chico, infierno grande”, y lo hacen de un modo feroz, proyectando un giro a la situación en una pequeña localidad argentina, lugar donde nació un Premio Nobel de Literatura, que aceptará regresar después de 40 años para recibir la distinción de ciudadano ilustre. Cohn y Duprat, de un acto sencillo, de reencuentro, de sentimientos encontrados, de recuperación de la ausencia con los que quedaron allí, que son personajes de sus novelas como en aquel Macondo de García Marquez, van promoviendo situaciones ridículas unas, cargadas de malicia otras, y de asfixiante atmósfera según avanzan equívocos y momentos incómodos, que convierten ese lugar anclado en el tiempo en un espacio hostil, donde las deudas del pasado y del presente cobrarán peaje, y tanto el oportunismo, como el homenaje mal entendido, devendrán dramáticos. En El ciudadano ilustre, todos, incluso el triunfador, están bajo la lupa, son reflejo mordaz de lo que somos, y en su recorrido capitular, la película se va convirtiendo más satírica, más absurda en su realidad, y pese a su comicidad, más concluyentemente humana.