CRÍTICADECINE
Sangre española
Daba un poco de alergia ver este episodio de la historia sobre el fin de un imperio que ensalzaron libros y aquella película de 1945 dirigida por Antonio Román, poniendo de relieve un heroísmo sin límite, de exaltación nacional, de gesta grabada en el mármol de la memoria. Por suerte, los tiempos cambian, la revisión sobre proezas allende los mares ya no hablan de victoria en la derrota, sino que un director novel como Salvador Calvo ni tan siquiera cae en la dudosa virtud del sacrificio patriótico como hizo en su día John Wayne en el Álamo tejano, sino que pone voz, dudas y certezas a cada uno de los protagonistas de aquel asedio que duró todo un año en el filipino poblado de Baler en Luzón, en fechas en que una perversa España ya había vendido sus últimas colonias a los americanos, abandonando a su suerte a mandos y soldados. 1898. Los últimos de Filipinas tiene el empaque de película cuidada, de magnífica fotografía de Àlex Catalán y de un guión perfectamente trenzado por Alejandro Hernández. Hay rasgos en la película de tozudez, de ponerle huevos, de obcecada moral castrense, pero también se avanza en la desmoralización, en la crítica sin adornos dentro de una situación desquiciante, en la pérdida de cualquier tipo de ideal y en la necedad de absurdos idearios. Hay también retratos de la condición humana, un muestrario de comportamientos definidos por unas notables interpretaciones en el conjunto del magnífico reparto, dando vida a un puñado de hombres que bajo los acordes del “Yo te diré” con acento filipino, no busca redención, sino la revisión real en un país que tiene sobradas razones para no sacar pecho de su legado histórico.