CRÍTICADECINE
La vida entre las páginas
Esta película de impecable factura nos remite a una labor en la sombra, paciente, capaz de reajustar junto al escritor una novela interminable para convertirla en un éxito de ventas. Así es retratado en El editor de libros, Max Perkins, el hombre que descubrió el talento de figuras literarias como Francis Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway o Thomas Wolfe. Este rol lo compone un comedido Colin Firth de sosegada vida familiar, una hormiga incansable ante montañas de textos brillantes, amigo fiel de autores en la cresta de la ola o caídos en desgracia, y cuya evidente seña de identidad era su sombrero Stetson que no se quitaba ni para comer. Michael Grandage se centra en él para marcar una época, la era del jazz, de la depresión, de divergentes clases sociales, de talentos literarios que escribían sobre las raíces, sobre los ríos de la vida, sobre sí mismos. Por ello, el film se apoya también en una amistad al borde de la saturación con uno de los grandes talentos americanos, Thomas Wolfe, que no llegó a los cuarenta, pero que con unas pocas novelas supo, con enfermiza laboriosidad, sacar la esencia de todo un país. Pero es también en las acciones de este hombre donde hay una saturación del personaje con un Jude Law desmedido, sobrepasado, creando una extraña atmósfera ya sea con Perkins, con su melodramática amante, o con colegas literarios, como Scott Fitzgerald. Tal vez Law no sobreactúa, tal vez la historia verdadera describe a un Wolfe con ribetes desequilibrantes, pero esa personalidad supera su espacio y el de los otros, lastra un film que sin embargo, tiene mérito por ir a contracorriente de parte del cine que hoy en día se ve, y se sufre.