CRÍTICADECINE
Te veré en las películas
Todo el mundo tiene grabadas en la memoria escenas del cine musical, sea su género favorito o no. Recuerdo maravillas clásicas como Camelot, de Joshua Logan; o Brigadoon, de Vincent Minelli; o la indispensable, divertida y optimista Cantando bajo la lluvia, de Stanley Donen, y, grabadas en el recuerdo, las piernas de Cyd Charisse que junto al elegante Fred Astaire se marcaban un número memorable en Melodías de Broadway, también de Minelli, sin olvidar a Christopher Walken bailando sobre la barra de un bar en la injustamente olvidada y arrinconada Dinero caído del cielo, de Herbert Ross. Y eso que el musical no me apasiona. Ahora, con La La Land hay que rendirse a la evidencia, a la enorme belleza estética que respira esta película, a la brillante historia de amor que cuenta entre un músico con nostalgia del jazz con mayúsculas y una aspirante actriz en la ciudad de los sueños, en ocasiones rotos, que es Los Ángeles. Visualmente es una preciosidad; sus números musicales, de una calidad incuestionable, sin dejarse llevar por lo melindroso, y con unos actores en estado de gracia que saben hacer de todo admirablemente. Damien Chazelle se arrima a lo clásico para contar una historia de legítimas ambiciones personales y de ternura compartida, pese a aquella frase que nos dice que el amor es eterno mientras dura. Y en estos dos personajes a los que la vida se los lleva donde ella quiere, en esa extraordinaria elipsis del recorrido que trazarán ambos, en esa ensoñación de lo que pudo ser pero no fue, se destila un melancólico encanto, una complicidad que solo poseen los amantes libres y una amargura consentida tan profunda que emociona.