CRÍTICADECINE
La rabia de vivir
En Manchester frente al mar no se concede ni un resquicio a la felicidad que siempre entra con calzador en el drama para apaciguarlo, no resurge de las cenizas, hay desdicha en su protagonista, heridas que no se curan jamás, un sentimiento de culpa que atrapa desde las vísceras porque la adversidad, la tragedia acompaña a este personaje en cada paso que da, lo convierte en un ser violento, incapaz de socializar con nadie, amargado como un ser maldito cuya penitencia es la rabia de vivir. A un pueblo costero de Massachusetts, en lo más frío del frío invierno –curiosamente Casey Affleck es de Massachusetts– regresa un Lee Chandler exiliado como conserje en edificios anónimos de Boston a causa del fallecimiento de su hermano. Y en ese retorno donde revivirá un pasado que fragmentado, explica sin necesidad de adornos ese sentimiento de pérdida que abruma, ese dolor que se adivina con solo mirarlo a los ojos. Hacerse cargo de un sobrino adolescente, cuando ni uno se soporta a sí mismo, amoldar las cosas en un devastado entorno familiar donde el recuerdo pesa y agita el tiempo en un paisaje emocional que no requiere de ambigüedades, que resulta tan gélido como la tierra que se pisa. Kenneth Lonegan ha logrado una película de una profundidad extrema, seria, inflexible por todo aquello que ya no se puede cambiar, algo que Casey Affleck absorbe, que transmite con sus silencios, con pesarosa mirad, y que seguramente lo ha de llevar hasta el Oscar. Manchester frente al mar no ofrece esperanzas, se sitúa en el relato sincero sobre una vida desdichada. Por ello resulta tan abrumadoramente triste, tan conmovedora, tan honestamente humana.