CRÍTICADECINE
Los chicos azules
Dividida en tres fases en la vida de un muchacho de barrio marginal de Miami, Moonlight se revela como una de las películas más sinceras y singulares, contada desde el sufrimiento interior, focalizada en un niño encerrado en sí mismo en un lugar donde todo le es hostil, aterrado, que apenas articula palabras pero que lo revela todo con la mirada. En ese mismo niño entrado en la adolescencia, con las mismas heridas emocionales, acumulando dolor dentro de un entorno familiar roto, con madre drogadicta, amenazado en el instituto por un bulling desesperante, y por su condición de homosexual, en un lugar donde ser duro es un imperativo. Y en una tercera parte, revelándose como un hombre que ha necesitado forjarse una armadura física y afectiva, hecho a sí mismo a causa de un aprendizaje y un recorrido vital extremadamente despiadado. Sin embargo, Moonlight, en esa historia cruel que describe, logra encauzar momentos delicados, que equilibran en parte tanta pena secreta. Hay ternura en la mirada piadosa hacia una madre doliente en su indefensión; en aquel jefe de zona de la droga, que junto a su chica lo protege y le cuenta a orillas del mar cómo bajo la luz de la luna los chicos negros parecen azules; hacia el amigo de toda la vida que le despertó reservados deseos. Barry Jenkins ha hecho una película que elude los clichés, no hay enfrentamientos racistas, ni blancos, ni más problemática que la que enmarca el propio entorno, la intolerancia del lugar donde se nace. Un film encuadrado en una realidad, sin artificios, ni trampas argumentales, preciso, claro, esencial, y es esa franqueza la que lo ha llevado a ser firme candidato a un merecido triunfo.