CRÍTICADECINE
Asesino implacable
Ya apenas existen los héroes desarraigados, tabernarios, fumadores empedernidos a la sombra de la mujer fatal, evocadores de otros tiempos en blanco y negro, de la era del jazz. Esos que hablaban al espectador con voz en off, disparaban de tanto en tanto y un par de puñetazos resolvían cualquier cuestión. Ahora con John Wick, asistimos a la remodelación del héroe afligido, amargado, apesadumbrado por el recuerdo, pero reactivado como un arma de matar única, imperecedera, letal. No hay filosofía de novela negra, solo un ser desencantado regresando a regañadientes a lo que sabe hacer mejor, matar, exterminar a todo lo que se mueva, cumplir con las deudas morales que impone una clase social asesina, mafias con sus códigos y métodos de conducta, moviéndose entre la piel de las grandes ciudades. Esta segunda entrega sobre este héroe vengativo y criminal marca su propio estilo, su violencia explicita y rotunda, su compleja y mortífera coreografía, sus persecuciones amplificadas en ruido y furia, y guarda un aire de cómic que no disimula, arropado todo en un refinado diseño, y su deliberada intención de utilizar el exceso de principio a fin, ya sea en el cuerpo a cuerpo, como en los enfrentamientos a múltiples bandas, donde todo muere con precisión por arte de este personaje que a Keanu Reeves le queda como un traje de marca, eso sí, a prueba de balas. Amenazado por doquier, John Wick es ya una celebridad en ciernes que promete regresar imparable, disparando a diestro y siniestro, peleando sin tregua, matando, que se le da admirablemente, frío como un témpano, pero en el fondo humano, sufriendo por dentro junto a su compañero de silencios, su perro.