CRÍTICADECINE
La vida loca
Un tipo singular Barry Seal. Un personaje sacado de la vida real, un volcado padre de familia, piloto comercial, destinado a una vida sin baches emocionales, reconvertido en un bribón aventurero, un traficante de armas para la contra nicaragüense en la nómina de la CIA. Un intermediario con Noriega que, aprovechando sus viajes a Centroamérica, se convirtió en un audaz piloto al servicio del cártel de Medellín, enriqueciéndose hasta el exceso codeándose con el mismísimo Pablo Escobar y dos de los mayores narcos habidos y por haber, personajes que espiará para el gobierno, ganándose una más que segura sentencia de muerte. Doug Leman confía ciegamente en un Tom Cruise que se siente cómodo y se lo pasa en grande cuando se transmuta en ese yanqui que siempre cumple, según señalan sus variopintos patrones. Dota de iconografía un trabajo que se mueve entre la década de los 70 y los 80, en lo más convulso, sucio y perverso de la política americana de los tiempos de Carter, Reagan y hasta del por aquel entonces gobernador de Arkansas Bill Clinton. Con aire tragicómico, transcurre una película entretenida y maliciosa a la hora de mostrar un sistema que crea personajes atípicos, los utiliza y después los desecha, así como una taimada forma de hacer política dentro de una atmósfera de la época expuesta a través de una estructura contada con grabaciones de vídeo o metiéndose en faena con las idas y venidas de este agente con alma de mercenario que mantiene fachada de ciudadano típico americano bajo un manto de impostura, farsa y compleja personalidad, convirtiendo todo en algo más proclive a la guasa que al enorme drama que lo envuelve.