CRÍTICADECINE
Las raíces del odio
Lo que nos atenaza en el cine, lo que nos indigna, lo que nos hiere emocionalmente, tenemos tendencia a sobredimensionarlo, a no mirar más allá del relato y la visión de unos hechos que, en Detroit, se pierden por las caóticas calles para encerrarse en un motel con unos pocos personajes. Detroit es una de esas películas que araña la historia reciente americana, el racismo que no cesa afincado en las raíces de un odio centenario sí, pero que pretende aglutinar en un espacio que dura casi toda la película un fenómeno –unos disturbios que se llevaron medio centenar de vidas y en los que hubo más de diez mil detenciones–, y en él, el núcleo de la cuestión, que viene dado por un pequeño y sencillo prólogo. La directora Kathryn Bigelow, que con su ópera prima The Loveless causó la admiración del gran Guillermo Cabrera Infante, que la colocó como su película favorita, sabe mover situaciones al límite, angustiosas, con poso de realidad filmada. Lo vimos también en los films En tierra hostil y En la noche más oscura, y Detroit no resulta una excepción. Lo que sucede es que la película se encierra en sí misma, se convierte en un drama concreto y olvida la enorme magnitud de aquellos incidentes.
Kathryn
Bigelow, al ritmo de la Tamla Motown, narra los trágicos hechos acaecidos en el motel Algiers, donde un policía con voluntad psicópata y sus ayudantes dan rienda suelta a la violencia más salvaje, para luego presenciar cómo el drama se convierte en injusticia ante un poder judicial racista, algo que tiene plena vigencia hoy día. Y todo esto se muestra de una manera dura y descarnada, como no podía ser de otra forma, pero tan solo se logra que todo quede como un suceso más del que el cine se ha hecho eco, desde aquel Arde Mississippi de Alan Parker hasta llegar al reciente y extraordinario documental narrado por el escritor James Baldwin I Am Not Your Negro, de Raoul Peck, sobre esa herida abierta en Estados Unidos que es el conflicto segregacionista afroamericano.