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El sueño de Darwin

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En un momento de la película, un personaje sentencia “Darwin se equivocó”. Darwin nunca soñó con que en el fin del mundo, en una isla recóndita y salvaje, habitaban seres anfibios con cierta apariencia humana, una especie de atlantes extraños, esquivos de día y fieros en la noche. Eso es patrimonio de mentes con inclinación aventurera como la de Stevenson, Verne, Conrad o incluso más turbadoras como la de Lovecraft. En su exitosa novela, Albert Sánchez Piñol impregnó aquellas páginas de un potente halo metafórico, de esa mirada hacia lo diferente que nos hace movernos entre el rechazo y la atracción. El francés Xabier Gens, arropado por un magnífico diseño de producción –obra del desaparecido Gil Parrondo– y con una admirable fotografía de Daniel Aranyó, compone una desasosegante adaptación enmarcada en un faro que linda con la nada, frente a un mar embravecido, en una tierra hosca con dos hombres: uno llegado allí altamente decepcionado para sustituir al oficial atmosférico, y otro, atrincherado, medio enloquecido no por el rigor de la soledad marina sino por la amenaza constante de unos seres que surgen del mar y entablan insistentes combates sin cuartel. Y en esa compleja y furiosa convivencia cabe añadir a un esclavizado ser anfibio femenino, Aneris, ‘sirena’ al revés. Lo tedioso, la tensión contenida que mueve buena parte del film, explota intermitentemente en feroces escaramuzas, pero La piel fría es algo más que una historia enmarcada en terreno fantástico. Es un estudio sobre el hombre y lo desconocido, sobre su condición y sobre el miedo a lo desemejante, a lo que escapa a su comprensión, y cómo poder entenderlo.

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