CRÍTICADECINE
En la noria de la vida
Soy un adicto al cine de Woody Allen, sobretodo al de la primera época. Ese que se colocaba delante y detrás de la cámara, que tartamudeaba al tiempo que pronunciaba frases para enmarcar, siempre entre disquisiciones morales, de muerte o de sexo. Ese hombre menudo con gafas de culo de botella me lo ha hecho pasar muy bien. Pero también hubo un Allen que se metió en territorios de Ingmar Bergman para desconcertar, porque entre otras cosas, él no es Bergman. También he visto trabajos de encargo que lo han dejado en la memoria al borde del naufragio. Pero este genio incuestionable es un superviviente, y se desenvuelve entre la comedia y la tragedia magistralmente. He aquí que con Wonder Wheel nos lleva de un modo admirable hasta las atracciones del Coney Island neoyorkino ya decadente en los años 50 para mostrarnos el drama humano de unos personajes con alma errante anclados en vidas que no querían, atrapados en deseos encarcelados en lo más profundo del ser. Esa Kate Winslet con migraña permanente instalada en la amargura de un amor sin esperanza, el marido siempre subido a una montaña rusa emocional o esa prófuga de la mafia cuyo destino pende de un hilo, o el salvavidas con vocación más de amante que de escritor. Para sacarnos un poco de este estilo de Eugene O’Neill o Tennessee Williams, Allen tan solo se guarda Allen al niño pirómano, miembro de una familia muy desestructurada. Hay amargura en esta película, sueños truncados, y un presente de feria triste tamizada por una extraordinaria fotografía de Vittorio Storaro. Una luz que todo lo ensombrece y lo ilumina, como también nos sucede a nosotros en la vida misma.