CRÍTICADECINE
Pintura en movimiento
El realizador estadounidense Vincente Minnelli junto con el guionista Norman Corwin se dio cuenta en 1956 que la novela de Irving Stone sobre la vida de Vincent Van Gogh daba para una película potente, rabiosa, cargada del genio en un hombre encerrado en su propio laberinto artístico. En sus ráfagas de locura, en su frenética ansia pictórica y en sus reconocibles trazos. Un papel que Kirk Douglas mimetizó hasta el extremo. Otros grandes cineastas han seguido la estela de Minnelli con resultados notables, convirtiendo así la vida de este pintor en valioso celuloide. Que ahora 125 animadores hayan trabajado para crear, en más de 60.000 fotogramas, cuarenta cuadros en movimiento y cientos de detalles de toda la obra de Van Gogh es una bellísima barbaridad, un ingente trabajo para reconducir al espectador al corazón de una animación elaborada que sorprende en su meticuloso empeño, ese que pone en movimiento lo que era vigoroso pero estático, así como un sinfín de reconocibles escenas al servicio de una historia que contar tras la trágica muerte del artista. Loving Vincent es una crónica casi detectivesca en torno a la pequeña localidad donde se quitó la vida, en la que van apareciendo los personajes salidos de sus telas para enturbiar los hechos o para esclarecerlos, sirviendo en gran medida como una excusa ante la creatividad de cada secuencia en una película que tiene en actores reales, modelos que se convierten en pura técnica animada. El resultado es una declaración de admirada devoción hacia un ser confuso entre los hombres, pero genial entre pinceles. Un hombre cuya frase al inicio del film lo define: “No podemos hablarle a los demás más que por nuestras pinturas”.