Querida vida mía

Almodóvar se mide a sí mismo, se desnuda por dentro y por fuera física y emocionalmente, se mira con serenidad desde la perspectiva del paisaje que han construido sus recuerdos, el rastreo de momentos de la infancia, de mujeres que lavan en el río y extienden las sábanas mientras Rosalía canta; de huevos de madera que zurcen calcetines rotos, de descubrirse en su deseo y sexualidad hasta el desmayo, de la pared del pueblo que olía a orín y a cine, en ese recorrido de la memoria que trae el éxito y el olvido, la amistad rota y recuperada tres décadas después como en un gesto de reconciliación con el pasado; con el amor y el abandono, con el reencuentro y esa escritura íntima que hurga en los rincones más secretos. De ese exilio mísero que marcó la pobreza, de la fidelidad a una madre y de las promesas no cumplidas, de la heroína como remedio al dolor y al hastío, a la incapacidad de volver a crear imágenes poderosas de todo lo que conoce de la vida de los demás y de la propia.

Pedro Almodóvar ha construido una película elaborada, lujosamente adornada tanto en escenas depuradas de artificio, como en el magnífico elenco que lo acompaña en esta introspección personal que regala no para ser juzgado, sino para compartir retazos de la existencia llegada la hora de la madurez afectiva, a su confidencialidad transformada en ese Dolor y gloria que lo acompaña, que sufre como un receptor de enfermedades diversas y como un ser terrenal, que baja del pedestal para sentirse vivo, como un hombre frente a lo que es, que añora los ecos de las canciones de Mina o Chavela Vargas, y que en su periplo vital puede volver a sorprenderse y a sorprendernos.