Elogio de lo raro

Lo raro, lo singular, lo diferente siempre ha sido tema recurrente de burlas, incomprensión y rechazo por parte de todo lo que se aviene a denominar “normal”, cuando nadie ha escrito nada decente sobre lo que es y no lo es. Cuando Walt Disney volvió a deslumbrar en el ya lejano 1941 con la historia de un elefantito con enormes orejas víctima de la socarronería de muchos por ser eso, raro, como aquel patito feo que no era pato sino cisne, entre los pliegues de una película infantil dejó clara la idea de que esa diferencia puede resultar maravillosa porque esa misma criatura, gracias a esas orejas descomunales, volaba. Casi ochenta años después, Disney cambia la animación por lo real y cede a Tim Burton, otrora genio indiscutible que enriqueció el cine con pura creatividad, la tarea de mostrar un Dumbo a su estilo, descargando imaginería a lo grande –sobre todo de la mitad de la película en adelante–, pero eso sí, sin dejarse llevar hacia zonas oscuras, y eso hace salvo en algún momento como en esa relación materno filial quebrada, la misma con la que el propio Disney hizo sufrir a otros. Burton va por libre con relación al original, desaparecen de escena personajes como el ratón Timothy y aparecen otros de carne y hueso con sus problemas y sus traumas, con ese telón de fondo que es un circo plagado de seres inadaptados que forman una familia, y con un malvado que hace su papel de perdedor con empeño.

Dumbo no pierde carisma, es tierno, cariñoso y colaborador, y en ese tiempo de afectos con otros seres marginales, es cuando más se toca la fibra, para que al final todos encuentren su lugar y el bebé elefante, el raro, la felicidad entre el cielo y la tierra.