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El corazón de un juguete

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Los niños lo pasan en grande con estos muñecos que sobreviven al olvido, que cambian de dueño pero no de voluntad de grupo, de familia de plástico y espuma y que aún en sus momentos más bajos, que no son otros que cuando nadie juega con ellos, mantienen intacta la fidelidad hacia sus dueños, como hizo Andy y ahora la pequeña Bonnie, hasta el punto de que el veterano vaquero, que las ha visto de todos los colores, inicie una nueva y alborozada aventura al rescate del juguete preferido de la niña, un tenedor desechable de nombre Forky. Pero Toy Story logra también que el público adulto reflexione por lo que adivina entre líneas, en la tristeza de seres que viven la amenaza del rechazo, del hacerse un trasto viejo, y se abandonan o se pierden por el camino cuando esos dueños menudos mudan hacia la edad adulta. Pixar, asociada de lujo de la Disney, sabe cómo mover los resortes de la emoción, cómo darle chispa a una historia siempre en busca de recuperar al camarada perdido o retenido en algún lugar, como esa tienda de antigüedades donde al final nada es lo que parece para ablandarnos más aún si cabe. Y ahí esta Buzz Lightyear, el inseparable amigo del vaquero Woody, el tipo más honesto que verá jamás una juguetería; el reencuentro con la pastora Bo Peep, que se ha amoldado a nuevos tiempos; y la aparición de nuevos personajes como el motorista canadiense Duke Caboom, con trauma a cuestas pero alma de héroe, todos ellos inmersos en una vertiginosa epopeya de juguete en un mundo humano. Pero no hay que ponerse triste ni melancólico, porque Toy Story 4 es una enorme lección de buenos sentimientos, lealtad y libertad y, por supuesto, visualmente maravillosa.

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