CRÍTICADECINE
El amor y el tiempo
Director:
Claude Lelouch.
Intérpretes:
Jean-Louis Trintignant, Anouk Aimée. Cine: Funatic.
El prolífico realizador francés Claude Lelouch rodó en 1966 uno de los grandes éxitos románticos por excelencia, amado incondicionalmente y odiado del mismo modo. En los 60, época de la Nouvelle Vague, la película Un hombre y una mujer no era para el momento el camino a seguir.
Lo cierto es que aquella película, con momentos maravillosos –todo hay que decirlo–, también destilaba la cursilería del enamoramiento a pecho descubierto entre un corredor de coches y una script. Un romance por una Normandía bucólica, esos acercamientos amorosos en Deauville, esos paseos frente a la playa y la pasión parisina en una estación de tren al tono un tanto afectado de la composición musical de Francis Lai, bastante repetitiva, incluso cansina, pero allí estaba la belleza de Anouk Aimée que, aunque octogenaria, todavía conserva una clase y una mirada profunda, y un Jean-Louis Trintignant en uno de los grandes momentos de su carrera, una pareja guapa que en Los años más bellos de una vida repite con un Trintignant ya gastado por los años, ante la visita de aquella misma persona a la que nunca olvidó después de tantos días vividos frente a una sola fotografía conservada.
En esta nueva secuela, Lelouch –hizo otra 20 años después de su estreno– alterna momentos de aquella película primigenia, cuando ambos eran jóvenes y apasionados, en un espacio temporal que permanentemente se engarza con el presente, con un hombre que ahora sueña imposibles, aunque con la brillantez del que domina lo real de lo irreal y sueña; del que aparca y obvia lo que le rodea y juega a despistar a todos. Solo la presencia de la mujer de su vida –aunque fueron muchas las que pasaron por aquel conquistador incorregible– le devuelve a todo aquello que quiso y perdió.Los años más bellos de una vida tiene sobre todas las cosas unas presencias actorales impecables aun en el ocaso, y la belleza de las palabras, la imaginería de conquistar con ellas, como los grandes poemas, trabajados, profundos y que adquieren mayor trascendencia cuando los recita alguien que ha vivido intensa y suficientemente como para reconocer de la primera a la última palabra.