CRÍTICADECINE
El hombre desnudo
País: Francia, 2019.
Director: Nadav Lapid.
Intérpretes: Tom Mercier, Quentin Dolmaire, Louise Chevillotte.
Cine: Funatic
Yoav sufre nada más llegar y es socorrido por una joven pareja burguesa con alma artística que son mantenidos por el dinero familiar. Él escribe una novela eterna que se ha quedado en la página 40, pues no encuentra palabras bellas que la adornen, y ella, entre el tedio de no hacer nada, se apoya en la música y el sexo.
El realizador israelí Nadar Lapid utiliza retazos autobiográficos para narrar un tiempo parisino que obsesiona al personaje, que lo mueve en un mosaico en el que tiene cabida una locura obsesiva sobre el ser y el estar, un círculo que no lo separa de su origen trabajando en la embajada como miembro de seguridad hasta que decide romper las reglas, con un amigo provocador que busca el enfrentamiento como una bestia herida en el amor propio, en su condición de judío, y en ese cobijo que le brindan seres que en él encuentran una razón para salir de la rutina más inocua.
Esta es una película hablada que utiliza el diccionario para componer y descomponer los pensamientos de Yoav, para acercarse al corazón de una lengua que él quiere que solape la propia, sabedor que su vida se compone de historias vividas en sus tiempos de niño cuando adoraba héroes antiguos, de soldado que disparaba al compás de canciones, de esa sensación de querer regalar esas mismas historias que en sí mismas son su propia vida.
Lapid disecciona a través de un actor primerizo como Tom Mercier, que está soberbio en su dificilísimo rol de ser alma desnuda y extranjero de sí mismo. Modos políticos y sociales, y sin embargo no hace de eso una etiqueta, sino que acompaña las acciones de un ser que mira y observa, que en su locura por ser quien no es, logra la belleza de lo honesto, de momentos donde Yoav se hace grande bailando como centro de atención, sufriendo como modelo despojado de orgullo, de poseer la furia que nace de la incomprensión, de lo irrefrenable de sus actos, de ser incómodo incluso para sí mismo bajo esa audacia del hombre que no encuentra sus huellas por las calles de una ciudad que, obstinadamente, intenta amar sin poder integrarse en ella, sin ser amado por ella.