Desde el pasado

Al director y guionista canadiense François Girard no se le puede negar una dedicación vocacional hacia el mundo de la música, el lenguaje de la composición y esa elogiable sensibilidad para utilizar el medio cinematográfico que se adueña de sus películas. Claros ejemplos son Thirty Two Short Films About Glenn Gould (1993), en torno al extraordinario pianista y, sobre todo, El violín rojo (1998).

Con La canción de los nombres olvidados, ambiciosa propuesta coproducida por cuatro países (Canadá, Reino Unido, Alemania y Hungría), Girard propone una historia que se intercala en el tiempo, en cincuenta años de una relación familiar interrumpida repentinamente, inesperadamente, como marcando un espacio vacío en unas vidas que la película debe llenar y donde los interrogantes y las preguntas sin respuesta tienen que hilvanarse entre flashbacks para llegar a entender dolorosas ausencias y una tristeza pegada en buena parte del recorrido.

Todo comienza cuando un niño judío polaco es dejado en custodia a una acomodada familia londinense para que perfeccione y logre pulir un talento innato con el violín justo cuando los alemanes están a las puertas de Polonia. La relación que se desarrolla, ese carácter altivo del niño genio y su frescura se amoldarán al carácter del muchacho inglés, formando un vínculo fraternal. Y en ese paso del tiempo, entre la guerra y sus años posteriores, la película muestra esa devoción de la familia adoptiva, que le proporciona un gran primer concierto justo cuando el joven desaparece sin dejar rastro, dejando una profunda herida moral.

En La canción de los nombres olvidados se marca una honda reflexión hacía la angustia de una persona despojada de su verdadera familia por las consecuencias del holocausto nazi, de haber perdido todos los vínculos emocionales, que lleva a la introspección en un personaje que deviene como un fantasma al cual es difícil seguirle la pista. Una pesquisa que llevará a cabo su hermanastro, cuando es adulto, de Londres a Varsovia, de Treblinka a Nueva York, obsesionado por reencontrarlo.

Tratándose de un argumento que se torna complejo en sus saltos de tiempo, en esa necesidad de saber el porqué sucedió un hecho tan sorprendente como es el desvanecerse sin más, François Girard entrelaza religión, drama y, sobretodo, música, una música admirable que ayuda a solapar pliegues argumentales que no acaban de descifrar la profundidad con la que se quiere dotar a una película impecable en su ambientación e idea, pero un tanto fría en su formalismo.