¡Por mis cojones!
Puede sonar a frase grosera y vulgar, pero pronunciada con la rotundidad y la gracia sevillana de Juan Diego se convertía en una seña de identidad. Era hombre de una cultura infinita y, sin embargo, su sencillez lo acercaba a la conversación de café. Tertulias en las que intercalaba escritores, obras de teatro, cine o pequeñas anécdotas que convertía en situaciones divertidas y disparatadas. La profesión de actor le debe ese día de descanso semanal, la militancia peleando a la contra en momentos en que hacía falta valor para expresarse libremente. Fue un comunista con ideales, aunque en el cine fuese ese odioso señorito de Los santos inocentes o el dictador Franco de Dragon Rapide, clavando sus personajes. En cierta ocasión le comenté que cómo de bien hizo esos personajes de derechas y su respuesta fue: “Los de izquierdas podemos hacer de tipos de derechas porque sabemos cómo son, pero los de derechas nunca sabrán hacer de hombres de izquierdas. Son muy simples.”
Conversar con Juan Diego era un lujo. Verlo incendiarse con algo que iba en contra de sus principios, o reír hasta el cansancio con lo que le divertía. Amaba la vida y la celebró siempre, eso no se lo quita nadie. Fueron más de treinta años de amistad que he agradecido a lo largo del tiempo. Esa cercanía, ese abrazo constante, esa admiración hacia todo lo que le construyó como persona era radical. Y si ahora está llamando a las puertas del cielo, o de donde sea, vale más que le abran rápido porque quieran o no, ¡por sus cojones! que entrará