Y llamaron a la puerta
No es porque le tenga un cariño especial al cine latinoamericano –que se lo tengo–, es porque Walter Salles ha realizado una película magnífica, así de simple.
Salles, que es un muy buen realizador con destacados títulos en su haber, véanse Diarios de motocicleta o Estación central de Brasil, regresa a la dirección tras más de una década ausente y nos sumerge de lleno en un tiempo que ya no existe, aunque nos lo muestren películas caseras o viejas fotografías. Un período alegre que solo son recuerdos.
Son principios de los 70, cuando la dictadura militar iniciaba sus siniestros planes, sus abusos y crímenes contra la ciudadanía apoyándose en la lucha contra la insurgencia. Una represión como la que sufrieron Argentina, Chile o Uruguay en una época oscura de encierros, torturas y desapariciones.
Aún estoy aquí se apoya en el libro escrito por Marcelo Rubens Paiva, hijo del exdiputado e ingeniero civil Rubens Beyrodt Paiva y de Eunice Facciolla Paiva, para mostrar cómo un matrimonio feliz con cinco hijos –cuatro chicas y un chico–, que representaban las ganas de vivir, de quererse, sufre un desmoronamiento familiar y ve cómo todo se rompe cuando llamaron a la puerta de su casa, –una casa pegada a un mar que los vio disfrutar largamente– cuando miembros del ejército de paisano se llevaron primero al padre y después a Eunice y a una de sus hijas a conocer el infierno creado por la junta militar.
Esta es una historia como muchas que el cine latinoamericano ha revisado porque forman parte de la memoria de un pasado reciente que ha fracturado algo muy profundo en las personas que lo sufrieron.
Salles condensa buena parte de la trama en una persona, en una mujer que, tras la desaparición del marido, deberá reconstruirse, seguir adelante por sus hijos y por ella misma sin olvidar el mal que arrancó la felicidad de un zarpazo.
Esta figura maternal la interpreta con absoluta brillantez Fernanda Torres, nominada al Oscar y con serias posibilidades de ganarlo. Todo en esta actriz es contención y templanza. Tiene en la mirada y los gestos la sabiduría de las cosas verdaderas.
Eunice hace visibles el amor hacia los suyos, la tristeza que intenta disimular para no contagiar a nadie, una poderosa personalidad y ese halo mágico que pocas personas desprenden, convirtiéndose en la base de una película que no necesita venderse a sí misma, que respira veracidad y que no cae en sensiblerías ni lo pretende. Es una gran película no solo por ganar un Goya sino sencillamente porque lo es, porque conmueve y porque posee la virtud y la entidad de las cosas bien hechas.