CRÍTICADEMÚSICA
Bailar sobre la tumba de Stalin
Es un movimiento demencial. Cuatro minutos que no tienen marcha atrás y contienen la escritura más infernal que he visto para los vientos, con muchas notas a una velocidad lunática que llevan a los músicos al límite y un poco más allá. La orquesta cayó milagrosamente de pie tras ese reto, como los gatos.
Shostakovich tiene mucha mala leche. Si hiciera cine dirían que no es apto para menores. Irónico, sarcástico, grotesco, amargo, torturado, antirromántico.
La armonía es dura. El ritmo, de frenopático. Hay muchos unísonos de requinto y flautín, una combinación muy agresiva y extremadamente difícil para la afinación.
Las trompas tienen registros delirantemente agudos. La cuerda tocó con una energía que habla muy bien del concertino. Destacó el impresionante trompa Sergi Chofre, al que no había oído nunca y del que no olvidaré su sonido contundente y a la vez controlado.
Shostakovich sabe ser lírico ahí, pero la armonía sigue siendo turbia. Cuando aparece un acorde mayor parece que ha salido la luz, pero es un espejismo. Así es el ruso.
O lo adoras o lo odias, y somos muchos los que le adoramos. Al finalitzar el concierto había euforia entre los músicos. Se abrazaban como si hubieran ganado la Champions.
Completó el programa la obertura de Rienzi, un Wagner joven en el que asoman ya walkirias y parsifales que no hacía ninguna falta porque Shostakovich te deja extenuado con su danza macabra sobre la tumba de Stalin. Se habrán hecho cosas más atrevidas en la historia de la humanidad, pero no muchas.