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España apagó la alarma de la corrupción

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Esta frase, rotunda, de Albert Rivera, está contenida en la serie documental 40 años de democracia del Canal Historia, a punto de emitirse: “Hay corrupción en España porque en la democracia se apagaron las alarmas en las instituciones”. Y en muchos casos siguen apagadas, podría decirse lamentablemente. Heredar una casa familiar a nombre de una sociedad opaca en Panamá le puede pasar a un ciudadano cualquiera, por ejemplo a un tal Manuel Moix. Es muy raro, pero puede pasar. Lo que no es comprensible es que ese ciudadano se convierta en el Fiscal Anticorrupción, ni más ni menos, sin que alguna alarma salte ante ese sorprendente dato, que está desde hace años en los registros. Luis Roldán puso en su currículum, y nadie lo detectó, que era ingeniero y economista, cuando no se había acercado por esas facultades, salvo para reparar máquinas de escribir, que era su digno empleo, previo a ser concejal del ayuntamiento de Zaragoza, delegado del Gobierno en Navarra y después director general de la Guardia Civil, antes que prófugo en el extranjero y condenado. No es comprensible que los dos segundos del Partido Popular en Madrid durante el mandato de Esperanza Aguirre, Ignacio González y Francisco Granados, montaran cada uno de ellos una red de extracción de dinero público sin que nadie lo denunciara hasta años después. Y otro caso indignante: “No puede ser que Jordi Pujol y familia llevaran años con esas prácticas corruptas sin que en Convergència se detectara y sin que PSOE y PP lo supieran”, dice la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, en ese mismo documental. O se apagaron las alarmas, o sonaban y no querían atenderlas.

El resultado es que la corrupción es uno de los problemas más preocupantes para los españoles, según declaran en las encuestas, el mayor después del paro. Además, según Metroscopia, dos tercios de la opinión pública considera que los fiscales anticorrupción no pueden actuar con libertad. Y piensan que los magistrados que después juzgan esas causas sufren presiones. Si se pregunta a los votantes de Podemos, el porcentaje sube al 75 por ciento, pero incluso entre los electores del PP los convencidos de que es así se sitúan en la mitad de la población. Por tanto, aquí tenemos dos problemas: la corrupción en sí misma y la percepción de la corrupción, que se agrava por el impacto de casos increíbles y por la abundante información de procedimientos judiciales sobre hechos sucedidos años atrás. En una reunión pública de Sociedad Civil por el Debate, esta misma semana el vicepresidente de la Unión Profesional, Manuel Regueiro, señalaba que “frente a 2016 que fue el año de la crisis de Gobierno, 2017 está siendo el año de la crisis de los valores, con un volumen de corrupción aflorante en todos los ámbitos que aterra y desmoraliza, aún a pesar de un marco de recuperación económica incipiente”. Y añadía, citando al doctor Francisco López Sobrino, cofundador de Sociedad Civil: “Lo urgente es actuar con menos estética y con más ética”.

Por suerte las cosas van algo mejor en la economía: Rafael Doménech, del Servicio de Estudios de BBVA, confirma que repetiremos un 3% de crecimiento del PIB este año, o incluso lo superaremos. El empleo en mayo, sobre todo gracias al turismo, ha traído esperanzas, aunque sea estacional y en buena parte precario. Pero la política va mal: Rajoy no puede presentar en su hoja de servicios una buena actuación en Cataluña, donde su inmovilismo agravó el problema; ni en la resolución de la crisis sobrevenida en el ámbito de la Justicia cuando se decidió dar una vuelta de tuerca y llenar la estructura de fiscales conservadores –Maza y Moix, con los nombramientos en cascada que eso supone– para protegerse mejor de los procesos por corrupción. Es decir, siguiendo la analogía de Albert Rivera: que se ordenó al ministro de Justicia, Rafael Catalá, colocar fiscales que apagaran alarmas, o que no las atendieran. En el caso de Moix, algo inaudito, ni la propia, que bien conocía. Y calló.

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