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El 2024 será el año electoral más intenso de la historia: la mitad de la población mundial, a votar. Cuatro mil millones de personas. 73 países con posibles convocatorias, en democracias tan pobladas como India, Estados Unidos, Indonesia o la Unión Europea; aunque con algunos comicios de incierta convocatoria, Ucrania o Burkina Faso; además de otros sin trascendencia porque son dictaduras disfrazadas, léase Rusia o Venezuela.Pero país a país, algunos encadenan varias elecciones en pocos meses, con posible cambio radical del paisaje político. Piensen en República Dominicana, donde en las municipales del 18 de febrero el PRM de Luis Abinader ganó casi todo, lo que presagia que en las legislativas y presidenciales de mayo acabará por consolidar su hegemonía indiscutible. Y piensen en España, donde en cuatro meses, hay tres elecciones: Galicia, País Vasco y las europeas. Sin descartar que este mismo año se convoquen en Catalunya. Imposible, salvo catástrofe, elecciones en España entera, como exige la derecha.En Galicia, el Partido Popular de Núñez Feijóo revalidó su quinta mayoría absoluta con otro candidato, Alfonso Rueda, que consolida un liderazgo hasta entonces discutido. Ya no. Los socialistas de Pedro Sánchez esperaban perder, pero no por tanto; y para lo que queda a su izquierda, fue siniestro total. La vicepresidenta Yolanda Díaz, gallega, obtuvo cero diputados y sus exsocios de Podemos, otro cero, ya que el “menos uno” no está contemplado: sacaron menos votos que militantes dicen tener y menos aún que PACMA, el partido animalista. A la formación de Pablo Iglesias le queda un último taxi para huir del desastre: las europeas del 9 de junio. Si Irene Montero, madre de sus tres hijos, por cierto, no logra ser eurodiputada –necesita trescientos mil votos– el partido desaparecerá. Funeral definitivo para la llamada “nueva política” que ya enterró el otro fenómeno renovador, el partido Ciudadanos de Albert Rivera. Con todos los problemas e insuficiencias que conocemos, la política española vuelve cada vez más a fortalecer el tradicional bipartidismo –socialistas y populares en alternancia–, aunque condicionados por la excrecencia de la extrema derecha, Vox, y el decisivo nacionalismo vasco y catalán; y menos determinante el gallego, en ascenso notable en su comunidad, pero poco representado hasta ahora en el Parlamento estatal donde se decide la presidencia del Gobierno.El Partido Socialista de Pedro Sánchez se resiste a admitir su indiscutible crisis. El presidente tiene un reconocimiento en Europa y en el mundo –es el líder de la Internacional Socialista– que no se corresponde con sus apuros internos. El desgaste producido por abrir la puerta a una amnistía a los independentistas catalanes, que promovieron un grave desafío al Estado con vulneración evidente de la legalidad, ha descorazonado a muchos militantes y electores.Sánchez, un incansable temerario, con una alta preparación intelectual y profesional que la derecha le niega, cree que todavía puede recuperar posiciones; pero se sabe que si hoy convocara elecciones es casi imposible que siguiera en el puesto. En tres años ya se verá. Solo le faltaba al PSOE el estallido de un supuesto caso de corrupción que afecta al exministro Ábalos, que fue número dos de Sánchez; y luego cesado fulminantemente sin explicaciones. Seguramente Sánchez supo ya entonces de los contratos públicos forzados y las millonadas pagadas por mascarillas defectuosas en el Covid a un asesor de Ábalos, que se supone testaferro suyo. Sin piedad contra la corrupción, pero sin tregua en la batalla electoral. Un año para no perdérselo.

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