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El mejor de los legados
Irene Vallejo (Zaragoza, 1979), doctora en Filología Clásica por las universidades de Zaragoza y Florencia, colaboradora en el periódico Heraldo de Aragón y autora de una amplia bibliografía –citemos sus obras El pasado que te espera (2010) y Alguien habló de nosotros (2017), libros recopilatorios de sus columnas semanales, así como de las novelas La luz sepultada (2011) y El silbido del arquero (2015)–, nos regala un ambicioso estudio cuyo eje vertebrador no es otro que el culto al pasado de una epopeya envolvente que tiene como principio y como fin ese “infinito” nunca desvelado del todo que es el libro, el mejor de los legados.
Irene Vallejo sitúa el inicio de su viaje en un lugar mítico: la biblioteca de Alejandría. Con ella se abre el camino del análisis de las civilizaciones griega y romana en una entusiasta defensa, quasi apologética, del mundo clásico. En este colosal viático, entre rollos de papiro que albergan en su interior largos textos manuscritos trazados con cálamo y tinta, entre tablillas sumerias, entre pergaminos, pictogramas y dibujos figurativos, Vallejo revela el verdadero sentido de su ensayo: la perennidad del libro o la perdurabilidad del imaginario creador de toda civilización.
No resultará extraño al lector, cuando saboree El infinito en un junco, que Irene Vallejo haya obtenido el Premio El Ojo Crítico de Narrativa 2019 con su ensayo. Un texto que nos recuerda la fragilidad del libro y establece un estrecho vínculo con el propio lector mediante una reflexión profunda alrededor de la idea de que lo perdurable no siempre es lo más nuevo e inmediato. De esta forma, el estudio se convierte en un relato integral donde la crónica periodística y la narración novelesca –con continuadas interpelaciones al lector– se imbrican de forma indisoluble.
Siruela, 449 p.
La autora consigue así que su obra se lea con el placer discursivo de una novela. Las referencias y comentarios, desglosados al final de la lectura, así como las continuas llamadas al lector o los guiños a lo contemporáneo, hacen del ensayo un artefacto cercano, tal vez demasiado para el criterio de algún purista. El uso de la primera persona, las confesiones personales y algunas similitudes con la obra El reino, de Emmanuel Carrère –las transiciones, la divulgación con un carácter más flexible y accesible, las alusiones a Aristóteles conviviendo con el cine de Tarantino o las referencias artísticas a Vasari, Safo o Iron Maiden–, son experiencias a las que nos traslada Vallejo, una pensadora que halla en el desequilibrio, en la abolición absoluta del tiempo, el más puro equilibrio, el verdadero espacio donde se ubica, en fin, la palabra escrita.
Huellas y más huellas estampadas en el cuerpo de la historia: el sueño de Alejandro o los hallazgos de Ptolomeo, Apolonio de Rodas, Calímaco y las dimensiones legendarias que adquirió la biblioteca de Alejandría; el erotismo de los versos de Safo, la compra por un dracma de cualquier tratado, según narra Sófocles, en mercadillos ambulantes; el nacimiento de los biblyopólai, etc. Todo ello es el infinito al que nos conduce Irene Vallejo: un universo sin fin que se inicia en un mero junco y cuyas huellas nos transportan al sueño de la lectura. Todo un tour de force que muestra el poder iluminador de la escritura.
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